FUTURO PASADO
02 | julio | 2020

Una útil prisión para el Centauro

Primaria, una telesecundaria, biblioteca y diversos talleres como el de fundición, carpintería, herrería… y hasta de pintura en algún momento, eran parte del esfuerzo de la ciencia penal por proveer a los reos de mejores condiciones de vida dentro de la moderna Penitenciaría del Distrito Federal (hoy Ciudad de México), edificada sobre los enormes llanos de San Lázaro e inaugurada en 1900, durante el mandato presidencial de don Porfirio Díaz.

Con estas actividades se esperaba que los reclusos adquirieran o pulieran algunas habilidades que los prepararan de cara a su útil reinserción a la sociedad, alejándose de los problemas y tentaciones que antes los confinaron. A ello se sumaba también la práctica de deportes, más ligadas a la preservación de la salud, el entretenimiento y otros beneficios. Entre los favoritos, se encontraban el box, basquetbol, frontenis y hasta un tochito de vez en cuando; en cuanto a juegos de mesa, el dominó, cartas, ajedrez, billar y futbolito eran infalibles.

Uno de los primeros personajes célebres que se benefició de esto fue Pancho Villa, quien estuviera recluido ahí en 1912, por orden expresa del presidente Francisco I. Madero, quien así lo castigaba por no disciplinarse a las órdenes del entonces general maderista Victoriano Huerta, quien lo conduciría bajo estricta supervisión a su prisión. A poco de su llegada, se le trasladó de una celda común al departamento de presos distinguidos. “Una vez en aquel encierro que al principio me parecía una de las cosas más insoportables, acabé por resignarme con mi suerte y me dispuse a sacar las mayores ventajas de aquella triste situación”, contaría años más tarde al doctor Ramón Puente.[1]

Por principio de cuentas, el Centauro del Norte se propuso estudiar. Contó al doctor Puente que la educación primaria era bien aceptada por los presos y estaba decidido a integrarse. “Por fin, se me iba a presentar la oportunidad de aprender a leer y con ese gusto, ni de la libertad que es la cosa más querida para el hombre, me volví a preocupar: casi todas las horas del día me las pasaba estudiando y haciendo ejercicios para pintar letras, que cuando pude juntar, me recompensaron de todas mis fatigas”.

Así las cosas, el jefe de la División del Norte viviría semanas coyunturales en la moderna prisión, acompañado del entonces joven coronel zapatista Gildardo Magaña, “persona instruida y de buena voluntad para trasmitir sus conocimientos, se tomó todo empeño en enseñarme y no se limitaba a una simple lección, sino que me leía en varios de sus libros y después, por horas y horas, me platicaba sobre muchos asuntos y satisfacía todas mis dudas”, contó Villa.

Pero la convivencia entre ambos dio para que conversaran de los más variados temas, acompañados de lecturas e intercambio de puntos de vista. Es probable que, al paso de los días, hayan cifrado una amistad, enmarcada además en la vena revolucionaria que ambos poseían; cada uno para su causa. Con Don Quijote de Cervantes Saavedra, por ejemplo, el duranguense sentía palpar las cosas como si fueran “retratos de vida”, además de asombrarse de que la obra haya sido escrita en prisión y que su autor había sido un “hombre de letras” y “un soldado de corazón”.

Pero lo que más le interesaba, agrega, era la historia de México, misma que Magaña le “relataba con una paciencia que no me cansaré de agradecerle, desde los tiempos más antiguos. Me decía lo que fueron los pueblos indios de dónde venimos; la sabiduría que tenían sus leyes, sus virtudes, sus defectos, el notable adelanto que alcanzaron algunas industrias y su gran valor indomable; lo que hizo la conquista por nosotros y lo que deprimió también con su despotismo, a las razas indígenas. Y me hacía ver cómo el espíritu lejano e inquebrantable del indio, había renacido en dos de nuestros hombres más notables, en el cura Morelos y en Benito Juárez”.

Villa también “suplicaba” a Magaña que le describiera con minuciosidad y despacio las guerras más importantes, especialmente los detalles de las campañas. Así pudo concluir que “nuestros hombres patriotas se habían sacrificado por darnos buenas leyes para ser gobernados, pero que el egoísmo de los enemigos del pueblo, unas veces el clero, otras nuestros ricos y casi siempre nuestros militares a quienes no les gustaba tampoco trabajar sino vivir del despojo, les ayudaban a todos los tiranos para que en México sólo hubiera una paz forzada y una constante explotación de la ignorancia de los pobres”.

La estancia de Villa fue muy corta, entre dos y tres meses. De hecho, salió de ahí para volver a ser recluido en la prisión de Santiago Tlatelolco, de donde se fugaría a fines de diciembre para posteriormente encumbrarse como un brillante general revolucionario en los años siguientes. Es importante mencionar que no se trató de un Villa intelectual, avezado lector ni mucho menos, en gran medida porque el tiempo fue corto. Sin embargo, la semilla que seguramente enraizó en él sirvió para que en parte fortaleciera su encomienda revolucionaria.

Es curioso también que Magaña fue a buscar al Centauro a su prisión de Tlatelolco el mismo día que este se dio a la fuga con la ayuda de Carlos Jáuregui y ¡por poco se la echa a perder! Villa se enteró de ello después, cuando luego de abrazarse cariñosamente, intercambiaron impresiones sobre lo sucedido. “―¿Pos qué pasó con usté amiguito, que a la mera hora no lo vide? ―¿Qué había de pasar? Que por poco le estropeo su fuga el día que la llevó a cabo. ―¡Ay, amigo!, si un momento antes llega, los tres no salemos o a los tres nos friegan”.[2] Pero esto, es historia para otra ocasión.


[1] El zapatista Gildardo Magaña narra que el señor Puente publicó el libro Vida de Francisco Villa contada por él mismo, en Los Ángeles, California, Estados Unidos, y transcribe en su obra Emiliano Zapata y el agrarismo. Tomo II (México, INEHRM, 2019) parte de su contenido (p. 278-281).
[2] G. Magaña, op. cit., p. 277.

Marco Antonio Villa Juárez

Maestro en Historia. Editor, investigador y articulista de la revista Relatos e Historias en México.

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