FUTURO PASADO | Blog de Marco Antonio Villa Juárez
15 | febrero | 2021
Los escritos nahuas:
patrimonio editorial mexicano
Lenguaje logográfico en un catecismo colonial de principios del siglo XVI.
Códices Testerianos, 1524.
Wikimedia Commons, 2010.
Estudiar una lengua originaria de nuestro territorio tan importante como el náhuatl,[1] implica adentrarse en un universo que quizá para la mayoría es inimaginable. Por siglos se ha buscado interpretar su escritura, cifrada primero a partir de ideogramas o pictogramas, y siglos después, ya entrada la Colonia, con los textos que habrían de traducir principalmente las órdenes religiosas. Reconocer su pasado y su presente significa también comprender las producciones de sentido que develan sus momentos más significativos y también su cotidianidad. Y a pesar de los numerosos estudios que existen en torno al náhuatl, aún hay cosas cuyos significados solo se infieren y que por lo mismo sigue siendo un reto para los especialistas el poderlos demostrar.
Desde luego que el náhuatl no es la única lengua originaria vigente y dinámica en la República mexicana. Así, con sus 68 lenguas correspondientes a once familias lingüísticas y más de once millones de hablantes, “la naturaleza pluricultural de México es un legado que debemos de valorar”, a decir del doctor Salvador Reyes.[2] Pero lo que sí diferencia a lengua náhuatl por sobre las demás es que es la más extendida; es decir, la de mayor población que la habla. Por mucho. Esto ha hecho que su preservación, estudio y divulgación haya sido elevado a rango constitucional el pasado octubre de 2020.
Además, el origen y desarrollo de la lengua náhuatl en el espacio y el tiempo nos remite a una extensa geografía que va más allá del actual territorio mexicano, y a muchos siglos en los que se ha diversificado y fusionado con otras lenguas, e incluso con el idioma español después de la conquista de 1521. Hoy se sabe igualmente que proviene de la región de UTAH, de las montañas rocallosas de Estados Unidos, y que ha estado presente en una amplia familia de culturas mesoamericanas (huichol, cora, mixteca, tarahumara, tolteca, teotihuacana, pipil…).
También se conoce hoy que el náhuatl, durante siglos, sirvió como puente para representar a las otras lenguas del actual México y partes de Centroamérica, aunque no siempre funcionó. En este sentido, es importante mencionar que los nahuas abrevaron la escritura de los pueblos mesoamericanos más antiguos, apropiándose de sus sistemas de escritura, los cuales hacía tiempo que existían –por lo menos en rasgos– cuando el náhuatl los absorbió, como fue el caso del mixteco. Planchas cosmográficas, matrículas de tributos, rutas y mapas –algo parecido a estos– son algunos elementos representados escrituralmente y que hoy nos dan una idea del sofisticado universo que los nahuas aprovecharon de otros grupos.
En los registros provenientes del náhuatl también vemos dioses, guerreros, mujeres, sacerdotes y otros personajes con distintos pesos jerárquicos, los cuales también resultan relevantes para comprender algunos rasgos de su cultura escrita, dado que, por ejemplo, dichas figuras usan vestimentas y accesorios cuyos glifos serían en ocasiones integrados a los alfabetos utilizados para el estudio de la lengua. Aparte, vale la pena preguntarse si estos sistemas tienen valor fonético y cuál es este, ya que por las vírgulas que salen de las bocas de algunos personajes nos dan la idea de que están emitiendo un sonido, hablando y por supuesto comunicándose. Por ello, el registro escrito llevaba un énfasis oral.
Sabemos bien que de los siglos anteriores a la conquista española el registro más claro y estudiado de la escritura náhuatl son los códices, los cuales también se elaboraron en las primeras décadas posteriores a esta. En ellos, se narran episodios relevantes para las culturas mesoamericanas, así como ritos, tradiciones y algunos pasajes cotidianos en materias religiosa, política, militar, mercantil y más. Ahí también están fundidas otras lenguas con el náhuatl; por ejemplo, el Códice Boturini, que representa ideográficamente la salida de Aztlán, y el Códice de Bonensis, donde se ve descrito el nacimiento de los mixtecos a partir de un árbol de ceiba.
De este último hecho se encontró el siglo pasado un registro basado en la tradición oral que luego se comparó con lo expresado en el código, dando cuenta de su paso a través del tiempo en ambos soportes, como diríamos hoy, sin que necesariamente hayan surgido al mismo tiempo o que hayan estado en contacto. Otra historia curiosa en este sentido es la acontecida con la piedra de Coyolxauhqui, encontrada en la base de Templo Mayor en la década de 1970 –a la cual hay que considerar un registro escrito, bajo las características de su tiempo estimado de creación–. Resulta que primero se tenía el mito en la tradición oral sobre esta expresión plástica del nacimiento de Huitzilopochtli, registrado por fray Diego de Durán y fray Bernardino de Sahagún en el siglo XVI. Como tal se difundió, pasando de generación en generación, hasta que con el descubrimiento de la piedra pudo cotejarse.
Otro ejemplo por demás notable –aunque no siempre efectivo– es el de los Códices Testerianos, que fungieron como instrumentos de evangelización de carácter ideográfico. Fue un sistema original de Pedro de Gante, quien en alguna parte de ellos ahí quiso expresar, a la manera indígena, el Padre Nuestro. Sin embargo, el religioso perdió de vista que la gente no tenía el referente conceptual para comprender lo que en él se intentaba explicar; dicho de otra manera, los referentes religiosos europeos no pudieron ser aprehendidos por ese medio porque carecían de sentido para los presuntos adoctrinados. Y con esta experiencia, queda reflexionar en cómo se canalizaron los esfuerzos para intentar inducir a los pobladores mesoamericanos a las tradiciones cristianas, incluso apropiándose de sus métodos de escritura.
Existen muchas historias curiosas y no menos relevantes sobre la importancia de las tradiciones escrita y oral la lengua náhuatl, pero sería imposible nombrarlas. Por otra parte, su estudio y divulgación, así como su función de puente ante otras lenguas del mundo, derivaron en vestigios editorializables que hoy disfrutamos. Y es que a partir de la Colonia y con la llegada de la primera imprenta a nuestro continente (ubicada desde la década de 1530 a un costado del actual Palacio Nacional) los materiales nahuas fueron los primeros editados y posteriormente impresos en nuestro territorio. Aunque antes de esta no podemos dejar de nombrar los libros manuscritos, elaborados con técnicas tan depuradas que ni siquiera era necesario que visitaran la imprenta.
Muy temprano, tras la conquista, los españoles produjeron material de arte y gramática, sermonarios, vocabularios, manuales, confesionarios, entre otros materiales. Algunos de ellos, con un diseño y cuidado editorial –como diríamos hoy– magnífico. Esto porque el uso del náhuatl como lengua general en el México prehispánico sirvió para que los conquistadores españoles difundieran su dominio político, administrativo y religioso. Lo utilizaron como una herramienta de evangelización y aculturamiento.
No es un secreto tampoco que, para ocuparse de todo eso, los colonizadores tuvieron que aprender náhuatl, que luego ellos interpretarían para enseñar el alfabeto castellano a los indígenas. Las escuelas, como el colegio de San José de los Naturales y el de la Santa Cruz de Tlatelolco, inaugurado en 1536, fueron fundamentales también. Esta última sede, al principio, solo fue para la educación de los indios nobles e hijos de gobernantes, quienes por lo general ya tenían una educación institucional y canónica antes del contacto con los españoles.
Otro de los muchos casos a revisar tuvo lugar ya avanzada la Colonia, cuando a partir de la época del rey español Felipe II, la lengua náhuatl se utilizó para que los indígenas realizaran sus trámites legales de cualquier índole ante el Consejo de Indias. Hasta los mayas de territorio guatemalteco tenían que dirigirse a esta instancia colonial en náhuatl, por lo que tuvieron que contratar a nahuatlatos para que les tradujeran. Actualmente se cuenta con documentos bilingües que dan prueba de ello.
Finalmente, hay que destacar el caso de la obra miscelánea Cantares mexicanos, de 1628 bis –según el registro expuesto en su resguardo en la Biblioteca Nacional de México–, compuesto por doce opúsculos, entre los que destacan las Fábulas de Esopo, traducidas del latín al náhuatl. La historia de esta obra para poder preservarla luego de estar perdida es encomiable, sobre todo desde que se crea por decreto la Biblioteca Nacional en 1867, y se instruye que todos los fondos conventuales pasaran a formar parte de su acervo, aunque solo quedó en la idea. No había recursos para concretarla. Fue hasta 1884 que tuvo una sede.
Entonces, el polígrafo, filósofo, historiador y político José María Vigil, su primer director, ordena y cataloga los fondos antiguos y reencuentra los Cantares mexicanos. Se sorprendió, pero también decepcionó por no saber náhuatl. “Varias horas pasé enteras contemplando estas amarillentas hojas que cerraba al fin desesperado por no poder penetrar su sentido, para mí misterioso”, escribió. De cualquier forma, se trata de una obra que nos hace reflexionar en los alcances de la lengua náhuatl, su importancia social, su contacto con el mundo y más.
Como lectores o usuarios de la lengua náhuatl, es innegable que sin saberlo incluso hayamos cruzado con materiales, imágenes y términos que nos demuestran su influencia en nuestras vidas. Ello, en buena medida, al que podríamos calificar como un extenso trabajo de divulgación desde las ediciones de diversos materiales impresos entre los cuales el libro sigue siendo protagonista… Y desde luego que la historia de Cantares mexicanos es mucho más amplia y por demás entrañable, así que por ello será tema de mi próxima columna.