FUTURO PASADO | Blog de Marco Antonio Villa Juárez
5 | noviembre | 2020

Las calacas y otros símbolos del culto a la muerte

Entre el pasado mesoamericano y el México contemporáneo

 

“Qué recanija calaca, débiles y poderosos, de morir nadie se escapa, llevamos el mismo fin, en petate o en petaca”, son algunos versos de la popular canción La calaca –cantada por su autora, Amparo Ochoa–, pero también un entrañable botón de muestra del uso coloquial, divertido o lúdico que los mexicanos de cada rincón del país damos a la muerte, sabiéndonos herederos de una tradición que ha existido  y se transforma desde hace muchos milenios cada vez que en nuestra sociedad le concedemos su forma ceremoniosa, mítica o ritual para rendirle culto.

Por esto y más, hemos arraigado por siglos algunas de sus expresiones más populares, las cuales han adoptado diversos sentidos, según la época, la región y las tradiciones de cada ciudad y pueblo; desde las culturas ancestrales hasta las generaciones recientes. Incluso, más allá de noviembre. Por ejemplo, en las regiones maya, nahua, zapoteca y mixteca, “tiene una relevancia muy importante en la vida ceremonial y festiva de los pueblos indígenas, así como en la identidad, cosmovisión y vida social comunitaria”.[1]

Pero lo que quizá concentra su espíritu es que para la gran mayoría significa el regreso de las ánimas de los difuntos. Cualquiera que sea su representación; tangible o intangible. Los tzompantlis, las catrinas, el Día de Muertos, de los Fieles Difuntos, de los Santos Inocentes, la muerte niña… entre muchas que existen a lo largo y ancho del territorio mexicano, nos sumergen en un rico universo lleno de colorido, religiosidad y armonía. Mención aparte, vale la pena destacar que algunas han sido reconocidas como patrimonio de la humanidad.[2]

Para deleite de especialistas e interesados, mucha es la evidencia acumulada desde hace siglos que nos ayuda a entender el culto a la muerte. Desde los mesoamericanos que habitaron este territorio hasta el final de la guerra de conquista española entre 1519 y 1521, cuando llegó el momento en que de a poco comenzaran a integrarse en la vida novohispana y tres siglos después a la mexicana, la muerte y su materialización en osamentas, calacas, esqueletos, huesudas, entre tantas otras categorías, dichos y acepciones, ha acumulado diversos significados e interpretaciones que evidencian el sincretismo cultural que hasta hoy manifestamos, delimitado principalmente por la fusión inevitable de la tradición mesoamericana y el catolicismo.

Repasar la historia o hacer la mención y sinopsis de todas sería una empresa que requeriría muchísimo tiempo y espacio, así que solo mencionaré brevemente algunas que, a título personal, me resultan más cautivantes. Y al ubicarnos en el tiempo más lejano, el primero del cual hablar es el del tzompantli (significa “muro, hilera o bandera de cabezas”), el altar que construían algunas culturas mesoamericanas a partir de cráneos tallados en piedra, en cuya parte superior insertaban sobre estacas cada cabeza sacrificada.[3]

Imaginarlos quizá hoy resulte aterrador pese a la recurrente presencia de muertes atroces en la prensa y medios de comunicación masiva, pero en su época fue una práctica muy extendida, pues resultaba un imperativo exhibir las cabezas de los enemigos de un pueblo que eran derrotados, o de aquellos cautivos que eran sacrificados en honor de los dioses o los ajusticiados por diversas causas. También sacrificaban a los ixiptla, que eran los representantes de las deidades. Andrés de Tapia, conquistador y compañero de Hernán Cortés, escribió sobre el gran teocalli de Tenochtitlan:

“… estaban frontero de esta torre, sesenta o setenta vigas muy altas hincadas desviadas de la torre cuanto un tiro de ballesta, puesta sobre un treatro [sic] grande hecho de cal e piedra e por las gradas de el muchas cabezas de muertos pegadas con cal e los dientes hacia afuera. Estaba de un cabo e de otro destas vigas dos torres hechas de cal e de cabezas de muertos, sin otra alguna piedra, e los dientes hacia afuera en lo que se pudie parecer, e las vigas apartadas una de otra que una vara de medir, e desde lo alto dellos fasta abajo puestos palos cuan espesos cabien, e en cada palo cinco cabezas de muerto ensartadas por las sienes en el dicho polo: e quien esto escribe, y un Gonzalo de Umbría, contaron los polos que habie e multiplicando a cinco cabezas cada palo, de los que entre viga y viga estaban, como dicho he, hallamos a ver ciento treinta y seis mil cabezas, sin las de las torres”.[4]

En cuanto a las tradiciones fúnebres de la Colonia, podemos enterarnos por medio de las pinturas y escritos novohispanos acerca de la importancia dada a la muerte que las distintas clases sociales hacían. Por ejemplo, entre las familias aristocráticas pudo vérsele en vistosas celebraciones en las que la ostentosidad y el derroche económico eran moneda de cambio. Y es que algunas veces, cuando una autoridad virreinal, eclesiástica o cualquier otro personaje célebre fallecía, su cuerpo recorría en carroza algunas calles para que las multitudes le dieran el último adiós. Todo en medio de una gran fiesta.

Fue el caso del obispo Andrés Ambrosio de Llanos y Valdés en 1805. Sin embargo, hay que añadir otro dato espeluznante: su recorrido tuvo lugar ¡poco más de cinco años después de haber perecido! “Su fallecimiento ocurrió ‘a las nueve y tres cuartos de la mañana’ del 19 de diciembre de 1799 en Santillana, colonia del Nuevo Santander (hoy Abasolo, Tamaulipas)”. La Gaceta de México publicó que Clemente de Elizondo, capellán del religioso, recogió sus últimos suspiros. Luego fue llevado a la parroquia de los Cinco Señores para recibir los oficios sepulcrales. El cuerpo “fue enterrado ‘en una magnífica bóveda que se fabricó al lado del evangelio en el presbiterio’. Muerto lejos de la sede episcopal, quedaron pendientes los funerales que le correspondían a su dignidad” .[5]

Más de un lustro pasó para cuando el cura de Santander Francisco de las Heras consideró que era tiempo de llevar el cuerpo del obispo a la catedral de Nuestra Señora de Monterrey, capital del Nuevo Reino de León, como fue deseo del propio finado. Así, dio aviso de que los restos mortales podían “ya caminar sin riesgo de desbaratarse”.[6] A partir del 16 de febrero de 1805, fue empresa del bachiller José Antonio Gutiérrez de Lara emprender el camino a su destino final. Al día siguiente, en Linares, “pagó la hechura de un ataúd y compró dos arrobas de algodón para evitar el maltrato del cadáver”. Varios días pasaron hasta que entró a Santander el 24 de ese mes para, a la semana siguiente, ser exhumando.

A las cuatro de la tarde del 6 de marzo, la población de Guadalupe recibió el cuerpo del obispo y lo condujo en procesión hasta su iglesia, iniciándose las celebraciones multitudinarias en su honor, mismos que se extendieron hasta el 16 de marzo, cuando con una misa y oraciones concluyeron los rituales mortuorios, para finalmente realizar su sepulcro. En síntesis, el traslado y recorrido con los restos del personaje duró un mes, en el cual las celebraciones fueron por demás coloridas.

Y también en el siglo XIX, pero a mediados, diversas localidades de México conmemoraban la “muerte niña”, el rito decimonónico de fotografiar al bebé o menor muerto junto a su familia –incluso en el regazo de su padre, madre o padrinos–, con los ojos abiertos como si estuviera vivo, y vestido de blanco, con blusones de bautizo o con un traje de santo; todo ello antes de darle cristiana sepultura. Pero ¿cuál es el origen de esta costumbre? Un anuncio de 1855 publicado en el periódico El Monitor Republicano exponía: “Fotógrafos mexicanos agregados a la Sociedad Fotográfica de París ofrecen retratos sobre papel […] Los retratos de muertos, enfermos o de las personas que no se quieran molestar, iremos a su domicilio mediante un aumento en el precio, el cual será amigablemente fijado”.[7]

Por tanto, la peculiar costumbre venía de Europa y se diseminó por varias entidades, como Zacatecas, Guanajuato, Distrito Federal y Jalisco. El objetivo era “conservar el recuerdo de un ser estimado puro y lleno de belleza, tanto que muchas veces se consideraba un privilegio el haber sido elegido para tener un ‘angelito’ en el cielo, razón por la que era muy común retratarlos”. Por ello, sus familiares no habrían de llorarlos a pesar de la desazón por la pérdida, sino que los celebrarían como si fuera “un nacimiento festivo hacia otra vida”.[8]

Pero quizá el personaje mortuorio más famoso hasta nuestros tiempos recientes es la maravillosa Catrina que el muralista guanajuatense Diego Rivera colocó en el imaginario popular por primera vez hacia 1948, cuando la pintó en su mural Sueño de una tarde dominical en la Alameda Central, elegantemente vestida y andando del brazo de don Lupe, como en vida se le conoció a Posada, quien jamás realizó ninguna calavera a la que bautizara con el nombre de Catrina.

A quien en realidad creo Posada fue a la “Garbancera”, que a juzgar por sus complementos, estaba muy lejos de ser una elegante calaca. Representaba a una “india garbancera”, como solía llamárseles a aquellas mujeres que ambicionaban ser como sus patronas gachupinas: Hay unas gatas ingratas, muy llenas de presunción, y muy metreras como ratas, que compran joyas baratas, en las ventas de ocasión”. Así, “las ‘gatas ingratas’, las garbanceras, poco tenían de catrinas y de elegantes señoras”.[9]

Quizá entonces el origen de que hoy la llamemos así fue cuando en 1930 se publicó la Monografía de 406 grabados de José Guadalupe Posada, siendo Rivera el autor de la introducción. En la página 160 está la Calavera Catrina, referida como una de las obras maestras de Posada. Desde entonces y también por la relevancia del mural en el que aparece, la imagen de la Catrina se ha convertido en una figura trascendental en el imaginario nacional que celebra a la muerte en estas fechas.[10]

Con estos ejemplos queda demostrado que nuestra relación con la calaca y otros símbolos de la muerte sorprende, asusta o divierte mucho o poco a la mayoría de los mexicanos; como deidad entre las culturas prehispánicas o como ente “trágico y maligno” para los fieles de la Iglesia católica durante la época colonial y después en el México independiente, hasta llegar a la actualidad. Tampoco puede descartarse que la muerte es, además, un asunto cotidiano porque morir es una de las fases naturales en el ciclo de la vida. Para algunos es goce, para otros más es dolor, dependiendo cómo y dónde se le honre. Y también es humor; o se ríe de ella o con ella. Igualmente se le sufre.

Otro de los aspectos que resaltan es cuando se cree que morir será también ascender o descender a mundos mejores o no, dependiendo el comportamiento que el muerto tuvo en vida. Y cualquiera que sea el cosmos al que se vayan, se dice que se castigará o descansará en paz dependiendo de la conducta que tuvo en sociedad mientras vivió. Por su parte, en algunas coplas y versos del cancionero popular se nos afirma que la calaca fue, es y será quien nos llame, conduzca y guíe en el supuesto camino a la eternidad.

Como se vio en estos ejemplos –que no por breves superficiales–, el sinfín de tradiciones en torno a la muerte se ha expresado de variadas y peculiares maneras, dándole identidad a los diversos grupos sociales que enriquecen y heredan sus costumbres con ella. Hoy por ejemplo, honramos a nuestros difuntos con pan de muerto, champurrado o café de olla; con todo tipo de ofrendas el 31 de octubre, 1 y 2 de noviembre; los visitamos en los panteones; atribuimos a su llamado nuestros males y enfermedades; entonamos sus rimas y cantos en muchos versos y melodías; componemos calaveras para satirizar desde familiares hasta personajes famosos; le oramos; nos vestimos con prendas negras y hasta elegantes cuando se lleva a algún conocido; la regocijamos con manjares y bailes e incluso juegos pirotécnicos… le expresamos a través del arte, religión, costumbres, hábitos, juegos y más lo mucho que nos importa.


[1] “Fiesta del Día De Muertos, Patrimonio Cultural Inmaterial de la Humanidad”, Comunicado a medios, México, Instituto Nacional de Lenguas Indígenas, 31 de octubre de 2018. En: https://bit.ly/32fzjhJ.
[2] Día de Muertos fue declarada en el 2008 como Patrimonio Cultural Inmaterial de la Humanidad por la Organización de las Naciones Unidas para la Educación, la Ciencia y la Cultura (UNESCO).
[3] Rubén G. Mendoza, “Cabezas-trofeo y tzompantlis en los confines de Mesoamérica”, Arqueología Mexicana, núm. 148, noviembre-diciembre de 2017.
[4] Yolotl González Torres, “El tzompantli en Mesoamérica y las ‘torres de cabeza’ en Asia”, Arqueología Mexicana, núm. 120, p. 75-79.
[5] Enrique Tovar Esquivel, “Andanzas de un difunto que fue obispo y hoy polvo es”, Relatos e Historias en México, núm. 103, marzo de 2017. En: https://bit.ly/32f5vSr.
[6] E. Tovar, op. cit.
[7] Sara Bringas, “Angelitos”, Relatos e Historias en México, núm. 69, mayo de 2014, p. 65-69.
[8] S. Bringas, op. cit.
[9] Agustín Sánchez González, “Posada. Una historia del montón”, Relatos e Historias en México, núm. 34, junio de 2011. En: https://bit.ly/3mUGK60.
[10] Frances Toor, Paul O’Higgins y Blas Vanegas Arroyo (editores), Monografía de 406 grabados de José Guadalupe Posada, México, Mexican Folkways, 1930, p. 160.

Marco Antonio Villa Juárez

Maestro en Historia. Editor, investigador y articulista de la revista Relatos e Historias en México.

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