FUTURO PASADO | Blog de Marco Antonio Villa Juárez
06 | julio | 2020

La moneda acuñada en Ciudad de México que por siglos dominó el comercio mundial

Hubo un tiempo en que el español fue el imperio más poderoso del mundo. El más extendido. El de la más diestra y numerosa armada, presta siempre a resguardar las riquezas de sus regiones en la península y ultramarinas, así como la actividad en los puertos, costas y sobre todo las aguas en la que tenían lugar el traslado y comercio de sus más variados asuntos cotidianos; aunque también para la exploración y dominio de nuevos y novedosos confines. Y es que el poderío de aquel legendario imperio en el que nunca se ponía el sol –como se dice que lo calificó el rey Felipe II en la segunda mitad del siglo XVI–, pareció en alguna época simplemente inquebrantable.

España era el mar gracias, en buena medida, a su poderío marítimo y a lo que consiguió o reafirmó mediante este: “la península ibérica, Nápoles, Sicilia, Cerdeña, el ducado de Milán, Holanda y Bélgica y el Franco Condado; en África, Orán, Bujía, Túnez, Melilla y las islas Canarias; en Oceanía, varios archipiélagos de la Micronesia; en Asia, las islas Filipinas, y en América, los enormes territorios desde el norte de lo que hoy es México hasta los actuales Argentina y Chile en el sur del continente”.[1] Para todos ellos también, requería generar unidad política, cultural y más. Así las cosas, desde sus primeras décadas de existencia, entre los siglos XV y XVI, la Corona intentó solventar el desafío que representaba administrar tal extensión. Y tuvo éxito. Es más: las pérdidas ni siquiera fueron tan grandes, si se considera su vastedad.

Lo económico era por supuesto vital. En el territorio recién conquistado al que denominarían Nueva España (hoy México y otras regiones del norte y centro americanos), el real fue la base del sistema monetario español en ultramar, hasta que en 1537 un decreto avaló que la Casa Real de Moneda de Ciudad de México acuñara el real de a ocho que comenzaría a circular con gran fuerza en la década siguiente. Quizá en ese momento pocos estimaron que esta moneda, creada solo para el comercio interno de Nueva España, con el paso del tiempo dominaría la escena durante siglos, convirtiéndose en árbitro, junto con la onza, del comercio mundial. “Fue la moneda más acreditada y demandada de su tiempo […] además de servir para financiar la recuperación demográfica y económica del occidente europeo” y favorecer la introducción del mercantilismo.[2]

La nueva unidad novohispana poco a poco suplantó las formas mercantiles que operaban localmente, como la propia moneda de Castilla, hasta antes la protagonista. La compleja diversidad de sistemas de la época fue barrida por el real de a ocho, cuyo valor intrínseco de veintisiete gramos de plata aumentó de forma paulatina su presencia en los intercambios transoceánicos. Los mercaderes hispanos comenzaron a embarcar sus monedas en los galeones que surcaban el Pacífico y los chinos las aceptaron gustosos a cambio de sus productos. La también nombrada “piastra” mexicana por algunos grupos indígenas de nuestro actual territorio, tejía también el mercado mundial, incorporando las condiciones que le fueran más favorables para mantener su techo. Desplazó a los maravedíes, ducados y denarios de occidente, a la piastra de oriente, y se hizo indispensable en las Antillas, España y Sudamérica.

Calzada desde su surgimiento en la Casa de Moneda de Ciudad de México, el real de a ocho sirvió de modelo a unidades ­–algunas aún vigentes–, como el tael de China, yen de Japón y whon de Corea, “al igual que había servido al dólar, la moneda de plata de los Estados del Norte de América […] que nació en sistema de base decimal, con la intención política de desestabilizar la gran pieza española […] y su economía”.[3] Después, las leyes del mercado condicionaron su presencia: un resello de punzón los diferenció en China y Brasil, en Inglaterra le asignaron valores particulares y en Estados Unidos respaldó la moneda local al triunfo de su independencia.

Su aceptación como medio universal de pagos duró más allá del ocaso del imperio español, en los albores del siglo XIX. En el territorio novohispano fue legal hasta 1857, cuando aún circulaban las piezas de la Colonia junto a las que, desde el triunfo de la independencia, habían sustituido en sus caras las marcas de la Corona por el escudo nacional del joven Estado mexicano.

El real de a ocho, que después abrió el camino al peso en nuestro país, es todo un hito en la historia del comercio mexicano y mundial.


[1] Luis Salmerón, “La batalla de Trafalgar. El principio del fin del imperio español”, Relatos e Historias en México, n. 104, abril de 2017.
[2] María Ruiz Trapero, “El real de a ocho: su importancia y trascendencia”, en Juan Carlos Galende (dir.), IV Jornadas Científicas sobre Documentación de Castilla e Indias en el siglo XVI, Madrid, Universidad Complutense de Madrid, 2005, p. 357-377.
[3] Ibidem.

Marco Antonio Villa Juárez

Maestro en Historia. Editor, investigador y articulista de la revista Relatos e Historias en México.

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