FUTURO PASADO | Blog de Marco Antonio Villa Juárez
01 | febrero | 2021

La Megalópolis de México

¿El gran territorio inimaginable?

Aquellos días de mediados del siglo pasado en los que familiares o vecinos de la misma geografía defeña nos decían que iban “a México” para hacer algunos “mandados”, trabajar en las dependencias aledañas al Zócalo o para estudiar en el Barrio Universitario, parece que han quedado sepultados para siempre, pues hoy nos reconocemos como parte de una misma entidad, conscientes y partícipes tanto de los beneficios y problemas de movilidad, transporte, servicios y más, como de la variedad de ecosistemas que compartimos.

Hoy, además, salir de Ciudad de México un fin de semana y dirigirnos hacia Morelos, Pachuca, Hidalgo o Tlaxcala, con la intención de alojarnos en alguna de sus bellas poblaciones con aires campiranos intentando concedernos algo de tranquilidad y descanso, a la vez que nos alejamos del estrés, agitación y caos que implica habitar en la capital de la nación, significa permanecer en una inmensa región dinámica y de proporciones a veces inimaginables en la que poco o nada pensamos pero que desde hace tiempo existe oficialmente: la megalópolis. Nosotros, sus residentes, ¿somos sus megalopolitanos?

© Wikimedia Commons

Hace casi veinticinco años…

En México, fue en 1996 cuando se utilizó por vez primera y oficialmente el término megalópolis para nombrar a una extensa región del centro del país que, sin embargo, hace siglos que no solo existe, sino que se articula política, económica y culturalmente. Dicho año, la Asamblea de Representantes del entonces Distrito Federal, en su Programa General de Desarrollo Urbano, decretaba que esta comprendía 189 municipios: 91 del Estado de México, 37 tlaxcaltecas, veintinueve de Puebla, dieciséis morelenses e igual número en Hidalgo, además de las dieciséis delegaciones de la capital del país, hoy llamadas alcaldías.

Esta delimitación incluía a otros municipios “cuya localización, nivel de vulnerabilidad ante posibles desastres y características naturales ofrecen condiciones adecuadas para la expansión urbana y la estructuración megalopolitana, así como aquellos cuyas condiciones particulares indican que el poblamiento debe evitarse a toda costa”, según explicaba también el decreto publicado en el Diario Oficial de la Federación en julio de este año.

Pero, como podemos atestiguar en nuestro tiempo, esto último no se ha cumplido a rajatabla porque, entre otras cosas, la necesidad de muchos de sus ciudadanos inmigrantes de habitar lo más cerca posible –aunque ello en realidad implica largos tiempos de traslado– de sus lugares de trabajo, ubicados en los corredores industriales, metrópolis, capitales estatales o centros municipales, los mantiene residiendo en zonas de altísimo riesgo: arriba de las faldas de los cerros, junto a extensos depósitos de basura o a orillas de largos canales de aguas residuales, con los riesgos sanitarios que esto implica.

En aquel decreto esto quizá fue secundario entre lo que se previó o se imaginó que años después ya habría solución, pues los propósitos expuestos eran establecer las bases del desarrollo urbano a largo plazo; facilitar el acceso a la vivienda como base del bienestar familiar; elevar la calidad de vida y aumentar el acceso a los bienes públicos; y finalmente, avanzar hacia un medio ambiente sano. Todos, hasta hoy, siguen siendo retos importantes de la también llamada Corona Regional del Centro de México, que con sus “cinco zonas metropolitanas y siete núcleos urbanos aislados” conformados históricamente –de acuerdo con el decreto–, es la más poblada del país, de Latinoamérica y entre las primeras del mundo. Por esto también puede inferirse su importancia dentro y fuera de las fronteras nacionales, a la altura de las más importantes del mundo, como las de las costas este y oeste de Estados Unidos, Tokio en Japón o Nueva Delhi, en territorio hindú.

Antecedentes milenarios y un concepto dinámico

Las megalópolis no son algo del todo novedoso. Por ejemplo, las primeras de ellas que podemos imaginar nos remiten a la expansión de los imperios que derivó en el desarrollo tanto local como de regiones contiguas, incluso allende océanos y cordilleras. Guardando las proporciones debidas, sobre todo en cuanto a concentración demográfica, la historia misma nos traslada también a la Grecia Antigua, donde el concepto se usaba para designar una meseta en la península del Peloponeso, al sur de la actual Grecia.

Permaneciendo en estos confines, vale la pena recuperar al doctor en planeación urbana Felipe de Alba Murrieta, quien expone que Aristóteles, en su texto La política, escrito hace más de veintitrés siglos, reflexionó: “¿En qué momento los hombres viven en el mismo lugar que puede ser considerado como una misma y única ciudad?”, dejando de manifiesto la necesidad de que se establecieran los procedimientos que habrían de dar lugar a la megalópolis, pensando incluso en los límites que están tendrían y cómo se gestionarían. Hoy, esto último sigue siendo tan dinámico como paradigmático.

Pero retomando a las megalópolis de pasados tiempos, también hay que traer a la memoria lo hecho en materia de desarrollo urbano, económico y político por aquel gran imperio de origen europeo en el que todos los caminos llevaban a Roma. Más al este, Alejandría o Constantinopla tuvieron un desarrollo que podríamos imaginar megalopolitano. O en nuestro territorio, Teotihuacan o la región maya de tiempos prehispánicos que actualmente dibujamos en Centroamérica.

En todas, la expansión de su área de influencia, a veces desbordada, evoca sin duda los atributos de las megalópolis actuales, cuyo origen bien puede remontarnos a las décadas que siguieron a las primeras revoluciones industriales del mundo, entre finales del siglo XIX y la primera mitad del siguiente, en la que los efectos de estas desbordaron los confines de sus urbes en más de un sentido.

Por otra parte, las megalópolis del siglo XX fueron consideradas ejemplares en varios aspectos, destacando los ámbitos de innovación científica y tecnológica, así como la transmisión de nuevos conocimientos, códigos culturales, tradiciones y costumbres. En contraposición a esto, su naturaleza dinámica, extensa y diversa imposibilita su desarrollo homogéneo o incluso su regulación bajo una sola instancia de gobierno.

En este sentido, el sociólogo estadounidense Lewis Mumford (1961) usó el concepto megalópolis para referirse al conjunto de tendencias hacia las grandes ciudades, mientras que el geógrafo francés Jean Gottmann (1957), tras estudiar la costa este de Estados Unidos que presentaba un crecimiento nunca observado, consideraba que una megalópolis era un área pionera y que contribuiría al conocimiento, pero a su vez conflictiva. Tenía, para él, una expansión polinuclear, no lineal.

Ahora, ¿qué es exactamente la megalópolis del valle de México? El científico mexicano Mario Molina expone que hay quienes la definen “como un sistema de nodos metropolitanos con un área de influencia en constelaciones de localidades. Hay también quien la define como una región; pero independientemente de las precisiones sobre la delimitación del territorio, se trata de un sistema complejo en el que las partes se relacionan entre sí y un cambio en una de ellas repercute en el resto”.[1] Someramente, se trata de una concatenación de demarcaciones con diversas proporciones e infraestructura, dependientes entre sí.

La megalópolis mexicana y sus retos eternos

Pese a que el nombramiento es relativamente reciente, es indiscutible que la megalópolis del valle de México existe desde hace muchas décadas en las que se ha nutrido de migraciones continuas y a veces masivas, como también que ha contribuido sobremanera a los procesos productivos del país por el hecho de que, desde los primeros gobiernos presidenciales posrevolucionarios, los comenzó a centralizar; es decir, los aglomeró en su jurisdicción, sobre todo en la actual Ciudad de Mexico y la entidad mexiquense, aunque en nuestros días hay que sumarle partes de Tlaxcala, Hidalgo, Morelos, Puebla y más recientemente Querétaro.

Esto significó también que las administraciones regionales involucradas –porque no hay un gobierno megalopolitano, sino una articulación de los estatales– tenían que solventar las necesidades que han demandado en las diferentes épocas sus respectivas poblaciones, que en algunas de ellas han sido inmensa y en todas dispar, económica y socialmente hablando, o que incluso ha tenido que desplazarse día tras día más allá de sus fronteras, por mencionar apenas un par de problemas asiduos.

Por otra parte, la dificultad para organizarla políticamente y contener los flujos migratorios derivó en la explosión demográfica y un crecimiento urbano acelerado que puso en contacto a distintas localidades y en ocasiones las fusionó. Esto también originó y apuntaló un patrón de desarrollo territorial disperso, las más de las veces arbitrario, excluyente y precario en infraestructura, comunicaciones y sostenibilidad, así como en bienes y servicios básicos.

Pese a los esfuerzos de cohesión social o de lograr una autonomía regional más equitativa, llevados a cabo en los años posteriores a la publicación del decreto de 1996 a través de políticas públicas, aún queda mucho por subsanar. También es cierto que los intentos por descentralizar, derivados de las crisis que comenzaron a asolar al país a partir de la década de los setenta, ha beneficiado a algunas demarcaciones tanto de Ciudad de México como periféricas para que alcancen su propio desarrollo autónomo, en beneficio de las entidades a las que pertenecen.

Para muestra, en su censo económico de 2009 el INEGI señalaba que cinco de demarcaciones megalopolitanas se ubicaron entre las diez más importantes del país económicamente hablando, considerando la producción bruta total[2] de sus sectores privado y paraestatal: las alcaldías capitalinas Cuauhtémoc, Miguel Hidalgo, Benito Juárez y Álvaro Obregón, además de Toluca, que en la edición 2019 del mismo censo obtuvo el primer lugar como el mejor municipio del país con mayor Valor Agregado Censal Bruto (VACB)[3] en el sector de manufactura. Diez años después, en el mismo estudio, solo las cuatro primeras se mantuvieron entre los diez municipios que más aportaron al valor agregado[4] del país, ubicándose en las posiciones dos, tres, cinco y siete, respectivamente. Querétaro se ubica en la posición diez.

En cuanto a la población, de acuerdo con datos del Censo de Población y Vivienda de 2010, elaborado por la misma dependencia, al término de la primera década del presente siglo la megalópolis de la Región Centro del país agrupaba seis estados: Hidalgo, Tlaxcala, Puebla, Morelos, Estado de México y el entonces Distrito Federal. Aparte, eran 150 municipios/delegaciones urbanos o metropolitanos los que quedaban enmarcados en dicha extensión, equivalente a 15,198 metros cuadrados.

Entonces, la población megalopolitana ascendía a cerca de 27.3 millones de habitantes, que a su vez representaba el veinticuatro por ciento de la población nacional. A pesar de que no se había disparado de forma extraordinaria, el aumento se mantuvo constante con relación a las dos décadas anteriores: alrededor de veinte millones en 1990 y de veinticuatro de estos en 2000, lo que representaba el 24 y 25 por ciento de la población nacional, respectivamente.

Muchas más son las estadísticas que se desprenden de la cotidianidad en la megalópolis, así como los retos que afrontar, principalmente controlar y gestionar la dinámica urbana en varias entidades “encadenadas” y todo lo que de ella deriva. “La urbanización asociada a la megalópolis del valle de México” ha significado desde siempre un reto para la convivencia, la armonía y la calidad de vida; es un desafío para la administración y la gestión; la provisión de los servicios, la disposición de los desechos, la disponibilidad del agua y la calidad del aire; se relaciona, también, con la competitividad, la productividad y la gobernanza. […]  Lo que suceda en su territorio dejará huella en el resto del país y más allá de sus fronteras”, agrega Mario Molina.[5]


[1] Roberto Eibenschutz Hartman (coordinador), La Zona Metropolitana del Valle de México: los retos de la megalópolis, México, UAM-X, 2010, p. 11-12.
[2] Valor de todos los bienes y servicios producidos o comercializados por las unidades económicas. Fuente: INEGI, Censo Económico, 2010.
[3] Valor que resulta de restar a la producción bruta total, el importe de los insumos totales. Se le llama bruto porque a este valor agregado no se le han deducido las asignaciones efectuadas por la depreciación de los activos fijos. Fuente: INEGI, Censo Económico, 2010.
[4] Saldo contable de la cuenta de producción de una unidad, sector institucional, establecimiento o industria y mide el valor creado por la producción. Fuente: INEGI, Censo Económico, 2010.
[5] R. Eibenschutz Hartman, op. cit., p. 11-12.

Marco Antonio Villa Juárez

Maestro en Historia. Editor, investigador y articulista de la revista Relatos e Historias en México.

Las opiniones expresadas en este blog son responsabilidad exclusiva de quienes las emiten y no representan necesariamente la posición de Historiografía Mexicana A. C.