FUTURO PASADO | Blog de Marco Antonio Villa Juárez
4 | enero | 2021

Crecer y vivir en Santa Catarina, 1920-1950.

Fragmentos de una historia oral coyoacanense

Entre risas y gritos, quizá fueron varias las ocasiones en que los Millares Sotres salieron de su hogar en la Privada de Florida, doblaron a la izquierda en Calle Real (actual Francisco Sosa) y corrieron muchos metros hasta cruzar el breve puente de Altillo que se levantaba sobre el río. Ahí, sentados a ras de suelo y con la sombra del templo de San Antonio Panzacola sobre sus cabezas, es posible que miraran cómo preparaban a los caballos cuarto de milla y parejeros que competían sábados y domingos sobre aquel contiguo camino de terracería que emulaba un hipódromo y cuyos polvos quedaron sepultados para siempre por el asfalto de la hoy llamada avenida Vito Alessio Robles.

Eran hijos del matrimonio conformado por Ricardo Millares Figueroa y Clarita Sotres, quienes decidieron unir sus vidas en una cálida ceremonia religiosa celebrada en 1920 en el templo de San Juan Bautista, enclavado en la plaza principal del centro coyoacanense. Los cuatro nacieron entre este año y 1937. Ricardo era el mayor. Seguían Sergio y Gilberto, que llegaron al mundo en 1922 y 1929. En ese orden. Después nació Jorge, el menor y último. Pertenecieron a las primeras generaciones posrevolucionarias, a las que más de uno auguró una buena vida marcada por el renacer de México luego de años de guerra intestina.

A todos también les tocó una férrea educación guiada por las estrictas costumbres patriarcales de la época, en la que la última palabra del mentor era todo menos negociable. Mano dura irrestricta incluso en su ausencia, generalmente por razones de trabajo. También recibieron a manos llenas la calidez y el buen trato de una madre dedicada al hogar, a su alimentación y cuidados. También era profundamente religiosa, así que los cuatro tuvieron que seguir a rajatabla el mismo camino, como la gran mayoría de los niños de la época.

Un nuevo oficio

Ricardo fue un destacado linotipista. Este era un oficio que, dicho sea de paso, se realizaba desde la segunda mitad del XIX, cuando el alemán Ottmar Mergenthaler inventó la máquina que lo hacía posible. El trabajo de nuestro patriarca consistía en mecanizar el proceso de composición de un texto para ser impreso y en eso se especializó el resto de su vida. Al principio lo hacía a través de una máquina que contaba con un perol caliente (recipiente metálico abombado en los lados, generalmente con dos asas) donde se fundía el metal para hacer las letras; luego se iban formando las líneas para escribir toda la noticia o texto en el periódico o revista en las que trabajaba.

Con el tiempo, la tecnología le fue simplificando el trabajo. Pero, a pesar de ello, era de muchísima responsabilidad y riesgo porque el metal, con el movimiento y el calor, brincaba y las pequeñas partículas que salían propulsadas les quemaban los brazos, las manos y hasta la cara. Además, el margen de error era prácticamente inexistente, por lo que debían tener extremo cuidado para no arruinar algo, pues la perdida en cuanto a costos de producción podría ser catastrófica. Fuera público con los asuntos de gobierno, o privado con los intereses de la empresa editorial de por medio, don Ricardo siempre lo hizo muy bien y por ello su vida en el oficio fue por demás longeva.

Pero en esos años en los que él empezó, la segunda década del siglo XX, el linotipo cobraba notoriedad y amplia difusión en México de la mano de los nacientes tirajes masivos de la prensa, sobre todo la capitalina y la oficialista o del régimen. Era ya una realidad consagrada: una industria pujante, el origen de los monopolios mediáticos y el futuro de la comunicación en las siguientes décadas. No está demás decir que fue apuntalada por los sindicatos del ramo que ya para entonces demostraban que habían llegado para quedarse.

Es posible que, de este ambiente, don Ricardo haya adquirido su gusto por la lectura y mayor conocimiento del arte y la cultura, así como su impecable ortografía y cualidades de escritor, como lo evidenciaron las cartas amorosas que dedicó a su Clarita. “Cuando leas estos versos, juzgarás por ellos de lo que ha sido capaz este sincero amor que tantas veces te he demostrado y que no se acabará sino hasta mi muerte”, fueron algunas de las palabras que le escribió alguna vez.

En el oficio del linotipo duró varias décadas. Desde que, siendo jovencísimo y soltero, estuvo a cargo de importantes máquinas, como las del periódico constitucionalista El Demócrata, que entre sus prioridades difundió el trabajo comandado por el Primer Jefe Venustiano Carranza y la revolución constitucionalista en plena guerra civil nacional; luego en las de los Talleres Gráficos de la Nación, establecidos por el gobierno vía un decreto en 1920, y finalmente en El Universal, de propiedad privada, a partir de 1937. En este último alcanzaría la jubilación en 1964.

Don Ricardo también fue un artista en su oficio, pues destacó como pionero de los caligramas en los que plasmaban los rostros de algunas figuras históricas, como la del propio Mergenthaler. En ellos, usando los procesos del linotipo, contaba sus biografías. El resultado era un texto que relataba la vida de un personaje y a la vez formaba su rostro, con sus formas y contrastes tenuemente simulados. Llegó a ser publicado a planas completas y reconocido por ello. Para hacerlo, requería también una fuente especial que le prestaban en los Talleres Gráficos de la Nación, pero al final se quedó con ella.

La llegada al “pueblo”

El matrimonio Millares Sotres llegó a vivir a Santa Catarina, Coyoacán en 1921. Con su amada Clarita como cómplice, el momento en el que un jovencísimo Ricardo lo decidió puede imaginarse como alguna genialidad de un hombre que gusta de correr riesgos, pero que también tendría que manejar temores para salir adelante. Aparte, se trataba de una zona que para entonces era calificada por los propios residentes como un gran pueblo en el que todos se conocían.

Eran pocos y en su mayoría mexicanos, pero también había españoles, italianos, japoneses y de otras nacionalidades. La Calle Real –antes Camino a Santa Catarina y después Francisco Sosa­– era la arteria principal a cuyos flancos se levantaba una que otra casa, más algún taller o comercio de los típicos de entonces: la tienda, una tlapalería atendida por un japonés, su dueño; la recaudería y, por supuesto, los vendedores en las inmediaciones de la iglesia.

Aunque en aquella Ciudad de México de 1921 ya se centralizaba mucho del desarrollo de las actividades productivas nacionales desde fines del siglo XIX gracias al impulso del gobierno porfirista, la situación en el país era política y económicamente inestable y las más de las veces precaria, pues recién se apagaban los últimos fuegos de la Revolución con el asesinato el año anterior de Carranza y el ascenso al poder del grupo sonorense encabezado por el recio general Álvaro Obregón, cuyo gobierno se apuntaría, desde sus primeros días, un nuevo impulso a la modernización y al progreso acompasados de un fervoroso nacionalismo.

Como sea, don Ricardo no se amilanó y decidió cargar sobre sus hombros la gran deuda de 3,000 pesos –a pagar de forma diferida con un costoso enganche y las parcialidades correspondientes– para poder hacerse de aquella hermosa propiedad. El papá de don Ricardo mostró su preocupación por el que para ese momento era un alto precio, pero terminó por dar su respaldo incondicional a su vástago. Probablemente ambos vaticinaron un futuro próspero en aquella región bondadosa, incrustada en una ciudad y un México que se allegaba infraestructura para organizar su resurgimiento tras la Revolución.

Como muchos del rumbo, el predio destacaba por su ambiente frondoso y por estar enclavada en unas de las partes preferidas y mejor conectadas de un pueblo que desde el siglo XV, todavía en tiempos prehispánicos, ya era consentido. Al pasar de los siglos, por ejemplo, se establecieron también personas que luego se erigirían como grandes figuras de nuestra historia. A saber, Miguel Ángel de Quevedo, dueño del actual 440 de la avenida Francisco Sosa; o la del 383 que aparentemente fuera del conquistador Pedro de Alvarado, pero no hay certeza ni documento de por medio que demuestre tal aseveración, como tampoco lo hay con el predio atribuido a Diego de Ordaz, también conquistador.

Pero lo que sí es cierto es que desde siempre los gobiernos y administraciones ahí establecidas lo codiciaron y hasta lo disputaron, pues su estratégica condición geográfica lo hacía un lugar privilegiado. Esto porque conectaba a los asentamientos sureños con el centro de la capital, por un lado, y con las entidades contiguas por el otro. Todo a pesar de los vestigios volcánicos que complicaban el traslado por sus caminos. A su alta plusvalía había que sumar sus recursos naturales, suelo fértil y climas amigables a lo largo del año para el desarrollo de la vida.

Así las cosas, la nueva casa de la familia Millares Sotres tuvo de todo. Era muy bonita, con árboles frutales: moras, peras, nísperos, limones grandes… Otros más eran inmensos. Se trataba de una huerta, como varias que había en la gran extensión coyoacanense y en las colonias contiguas como San Ángel, El Pedregal, San Jerónimo y Guadalupe Inn (antes la hacienda de Guadalupe), adonde fue más frecuente que llegaran los viejos aristócratas porfiristas a echar sus raíces –a don Antonio Rivas Mercado, por ejemplo, le dieron una propiedad–, aunque el ambiente en el pueblo de Santa Catarina no solo poco o nada les envidiaba, sino que era mejor y un gran orgullo de los locales.

Como prueba de lo anterior, basta recordar la anécdota de 1890 protagonizada por el mismo Díaz, cuando fue invitado a inaugurar la colonia de El Carmen –así llamada en honor a Carmen Romero Rubio, su esposa–. Hasta allá se desplazaron ambos en el Ferrocarril de Circunvalación del Valle de México que iba del centro capitalino a la estación de San Ángel, donde luego tomarían el tranvía a Coyoacán. El primero, por cierto, estaba recién tendido y el mandatario lo inauguraría, realizando el primer viaje redondo. Enterado, el religioso Juan Violante le solicitó que visitara Coyoacán “tomando el ramal del tranvía de tracción animal ‘de mulitas’, que de la hacienda de Guadalupe enlazaba con la Calzada de Tlalpan en el pueblo de San Pablo Tepetlapa”, según relató Luis Everaert Dubernard, prestigioso arquitecto y cronista de Coyoacán.

Un lugar seguro y próspero

Para los cuatro hijos de don Ricardo y Clarita, dentro y fuera de su lugar de residencia siempre se respiró aire puro, frescura y mucha seguridad, así que sus diversiones, socialización y en general la vida eran un asunto con pocos sobresaltos. Escuela básica para todos, cumplimiento de quehaceres en casa, juegos, actividades recreativas, días de campo, deberes religiosos, amigos de varios países incluyendo los exiliados de las guerras europeas recién avecindados… y después los cortejos con las adolescentes de su amado barrio en el que además se sentían seguros.

Por su parte, don Ricardo posiblemente imaginó su casa como el lugar perfecto para comenzar a materializar el sueño de echar a andar su granja: criar gallinas, vacas… vender leche. Y vaya que en algún momento tuvo su pequeño establo y un pesebre con tejabán para ese primer animal con el que soñaba inaugurar un gran ganado vacuno, pero las cosas se complicaron cuando la bañaron y la vaca murió de pulmonía. Nadie sabe siquiera si llegó a tener nombre. Lo cierto es que no era el lugar ni el momento para ser emprendedores de este tipo de trabajo de campo.

Otras causas fueron la falta de experiencia y pericia, además de su horario laboral en el centro de la ciudad, adonde tenía que desplazarse primero en el tren –lo abordaba en la estación ubicada por la esquina de su casa tras la previa compra de su abono en el actual Zócalo– y mucho después en su auto, un portentoso Lincoln que al principio manejó con dificultad. Para colmo, los cacomixtles y tlacuaches se empecinaron en acabar con las aves, contribuyendo a que el intento de negocio fracasara por completo más temprano que tarde. Quizá Gilberto, después de poner su malla de alambre para su crianza de palomas mensajeras, quiso revivir parte de ese sueño, pero tampoco pudo.

En realidad, poco hubiera sido el tiempo que a don Ricardo le quedara para dedicarse por completo a ello. Significaría, quizá, que dejara su actividad de linotipista, lo cual no parecía ser la opción dada la responsabilidad que le significaban sus hijos y la deuda por la casa. Mucho menos en los años de El Universal, donde en alguna época le tocó cubrir el horario nocturno, del que llegaba a casa a la medianoche o una de la madrugada, cuando bien le iba; otras hasta las cinco de la mañana del día siguiente. Por cierto, esto no representaba un riesgo en cuanto a propensión al crimen se refiere, y don Ricardo, que se sepa, nunca tuvo que usar la pistola que siempre cargaba.

Al paso del tiempo, la familia arraigó, convirtiéndose en parte de una geografía a la que muchos citadinos de la primera mitad del siglo XX seguían considerando campirana y rústica, alejada del vaivén de la zona centro de la capital que económica y urbanísticamente ya gozaba de los privilegios de una modernidad galopante, acorde con el progreso de las principales capitales del mundo.

Estas voces tenían razón parcialmente, porque Coyoacán, en los años treinta, seguía siendo un poblado tranquilo, imperturbable y anhelado por algunos para edificar ahí sus casas de campo sobre inmensos predios. Claro que para ello también habría que tener recursos económicos holgados. También comenzaba a tener su propio desarrollo económico, cultural y artístico, gracias sobre todo a los vestigios prehispánicos[1] y recintos novohispanos edificados por las órdenes en su periferia.

Fue así que la familia Millares Sotres gozaría también de la fama religiosa de su barrio, así como de aquellos aires que lo destacaron desde inicios del virreinato, como consta en un sinfín de anécdotas escritas desde los años en que por ahí anduvieron los conquistadores españoles que derrotaron al imperio mexica para luego quedarse a residir permanentemente: un lugar fértil, lleno de huertas, casas de campo, obrajes (pequeñas industrias que funcionaban con sus propias reglas), además de iglesias y conventos.[2]

A propósito de esto último, quizá fue la parsimonia, belleza y fertilidad de Coyoacán la que imantó a los franciscanos y otras órdenes para que ahí intentaran desarrollar una próspera vida. De hecho, esto marcó sobremanera la profunda religiosidad asimilada por los pobladores y los Millares Sotres no serían la excepción, pues solían rezar por lo menos una hora diaria y participar en la mayoría de las actividades organizadas por las autoridades eclesiásticas locales, al igual que sus vecinos.

Los hijos del matrimonio crecían, al tiempo que se implicaban en nuevas historias con familiares y amigos. Gilberto y su primo Javier Sotres, así como sus amigos Raúl, Marcos el Pato Nieto, Narciso Busquets (el luego famoso primer actor), Mario Viruega y el Turco (asesinado muy joven, debido a los líos de faldas en los que se implicó con la esposa de un general), no se achicaban cuando se trataba de recorrer zonas cada vez más lejanas en busca de aventuras, de diversión y de descubrimientos. Jugaron béisbol en la Liga Regional del Sur, cuyos campos se ubicaban por la actual Alberca Olímpica; para llegar ahí cruzaban el río a través de un puente de madera que no se percibía del todo firme. Esta liga era de lo mejor que había en el sur de la capital para practicar el llamado rey de los deportes.

A veces simplemente querían gastarse el rato caminando por las laderas empedradas –algunas de ellas lejanas– que rodeaban la localidad, o por las márgenes de los ríos Churubusco y Magdalena, hoy convertidos en importantes arterias viales. Entonces todo siempre a pie, pues para los autos y el transporte público como el tranvía o los primeros buses, apenas se abrían los caminos.

A los hijos mayores, Ricardo y Sergio, les tocó todavía irse a nadar a la fosa que se formaba con las aguas provenientes de estos afluentes por los actuales rumbos de Plaza Coyoacán. A los menores, pero sobre todo a Gilberto, les alcanzaba con las pequeñas e improvisadas “piscinas” que en la época de lluvias emergían al fondo de la privada donde vivían. Las había de todos tamaños, según la dimensión y profundidad de los recovecos que durante siglos se formaron sobre el inmenso pedregal que desde ahí se extendía hacia los rumbos de la futura Ciudad Universitaria, San Ángel y más. El mismo Gilberto, fuera con los compañeros del Colegio Cristóbal Colón o con los del Franco Español después, gustaba también de patinar en la rueda que se encontraba en la entrada de esta última escuela que se ubicada en lo que hoy es Plaza Inn. También lo hizo cuando pavimentaron Francisco Sosa.

Desde luego también había lugar para las travesuras y el ocio, como cuando el menor, Jorge, se subía a las bardas y árboles para espiar a la actriz Columba Domínguez y a otras invitadas del director cinematográfico Emilio el Indio Fernández, cuando desnudas se asoleaban mientras caminaban o reposaban por el jardín del susodicho, o para intentar matar lagartijas y pájaros con una resortera que bien pudieron construir con gruesas ramas o habérsela ganado participando en algún concurso de las recurrentes ferias que por ahí se ponían cada que habría que celebrar a alguno de los santos o patronos de las iglesias locales: Santa Catarina, la más cercana a la privada de Florida; La Conchita y San Francisco de Asís, contiguas al centro histórico coyoacanense. Las de San Jacinto o el ex Convento de Churubusco también los visitaban de vez en cuando.

 Lejos del barrio

El término de la niñez y también la adolescencia llegó de forma paulatina para los tres más grandes, entre finales de los años treinta y durante los cuarenta. Jorge hasta entrados los cincuenta. Poco a poco, para cada uno, los años mozos se convirtieron en un lejano recuerdo en tanto que las responsabilidades propias de un joven adulto comenzaron a ocupar su cotidianidad en momentos también muy diferentes, incluso por el contexto regional y del país, que por entonces se afirmaba nacionalista y cívico bajo los regímenes presidenciales de Lázaro Cárdenas del Río, Manuel Ávila Camacho y Miguel Alemán Valdés.

Al interior de la familia también adquirieron otras responsabilidades. Sergio, por ejemplo, ahora manejaba y durante una temporada llevaba el carro a su padre a El Universal. Puntual, a las nueve de la noche, lo dejaba en un estacionamiento que se encontraba a un lado del diario. Luego volvía a casa en tren. Don Ricardo, que aún batallaba para manejar, lo despertaba a él o a Ricardo en la madrugada para que metieran el Lincoln a la casa. A regañadientes y dormitando, ellos tenían que sortear las dificultades que representaba para este auto de grandes dimensiones recorrer el estrecho callejón de Florida para luego ingresar a la casa. Pero ante las órdenes del papá, solo quedaba obedecer.

En esos años también, nuevos ámbitos profesionales abrían oportunidades para los jóvenes, aunque no todos se involucrarían –de hecho, a mitad del siglo, México tenía una población mayormente analfabeta–. También emergían otros universos artísticos y socioculturales en los cuales crecer y relacionarse, como el auge de la vida nocturna o del cine de la época de oro y los movimientos vanguardista y del muralismo, entre otros.

El mayor de los hermanos, Ricardo, quiso formarse como ingeniero químico, incluso doctorándose en Estados Unidos, aunque después tendría que pagar al gobierno, con trabajo, la beca que le otorgó para culminar sus estudios. Esta misma carrera la abrazaría el menor, Jorge, pero al final la abandonó desde los primeros meses de sus estudios profesionales porque reprobó Química Cualitativa y Mecánica y entonces su papá don Ricardo –probablemente molesto–, lo conminó a trabajar.

Para Sergio y Gilberto el tema universitario y mucho menos de posgrado no fue el camino, sino seguir los pasos de su padre. Además, comenzarían desde cero. Primero practicando en El Universal y luego mejorando sus habilidades en la Imprenta Universitaria, ubicada en República de Bolivia 17, cerca del trabajo de su padre. Entonces, adiestrar en el oficio a la descendencia, heredar “la plaza”, era una práctica muy común –que años después devino en corrupción–. Gilberto, por ejemplo, empezó lavando excusados y limpiando el taller al tiempo que cumplía con parte las labores básicas de la imprenta que le correspondían, cobijado también por el fuerte sindicato de su industria.

El hecho es que siendo todavía muy jóvenes, Sergio y Gilberto –aún menor de edad– llegaron a laborar a estos talleres donde la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM) imprimía sus materiales que para entonces ya eran por demás relevantes, demostrando así que el gran proyecto de educación nacional creado e impulsado por Justo Sierra y luego respaldado por José Vasconcelos al frente de la Secretaría de Educación Pública, de proveer de educación universitaria de calidad a muchos jóvenes mexicanos, era un asunto consolidado políticamente que aspiraba a seguir creciendo y diversificarse.

De igual forma, Sergio, Gilberto y sus compañeros trabajaban fuerte para imprimir en grandes cantidades, sobre todo por la población que concentraba la UNAM en sus distintas sedes y que, con excepción de Ciencias Químicas que se encontraba en el pueblo de Tacuba, estaban repartidas en predios generalmente antiguos y descuidados ubicados en el Centro Histórico de la Ciudad de México. Ahí estaba también la Imprenta Universitaria, lo que facilitaba distribuirlas rápidamente entre sus destinatarios.

Así pasaron los años cuarenta, en los que además Gilberto haría el servicio militar siendo parte de la última generación que lo hizo acuartelada en Campo Marte. Hacia el final de esa década los hermanos Millares Sotres se encontrarían con un inesperado evento que cambiaría para siempre el rumbo de sus vidas, pero esa historia la contaremos en otro momento.


[1] En el jardín de la actual Fototeca Nacional (Av. Francisco Sosa 383) pervive hasta hoy “una escultura que figura la cabeza de una serpiente venenosa”. Leonardo López Luján, “Dos esculturas prehispánicas del barrio de Santa Catarina en Coyoacán”, Arqueología Mexicana, núm. 143, enero-febrero de 2017.
[2] Guadalupe Lozada León, “El viejo barrio de Coyoacán un lugar del México antiguo que sobrevive en el siglo XXI”, Relatos e Historias en México, núm. 99, noviembre de 2016.
  • Fotografías: Archivo histórico de la familia Millares Meré.

Marco Antonio Villa Juárez

Maestro en Historia. Editor, investigador y articulista de la revista Relatos e Historias en México.

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