FUTURO PASADO | Blog de Marco Antonio Villa Juárez
22 | julio | 2020

El origen de la cultura mexicana que “debemos” tener

México, 1920-1922

Parte 2/2

Poder, intelectuales y artistas

Si bien tal escenario en torno a esta versión resignificada de la cultura mexicana no podía ser posible sin la anuencia del gobierno obregonista, ni de sus instancias mediadoras como las propias secretarías de Estado, era necesaria la colaboración de los que “conocen”, “entienden”, estudian e interpretan la realidad nacional, al tiempo que consignan los parámetros que conducirían la “virtuosa” búsqueda para encontrar lo que debía ser lo mexicano y proyectarlo a las masas. Además de los políticos de altos vuelos, algunas de estas figuras eran los grandes –otros no tanto– exponentes de todas las artes, así como los intelectuales, algunos de ellos autoproclamados como tales.

Pero el escenario que varios de ellos encontraron fue todo menos alentador. El país soportaba aún carencias de todo tipo herencia del Porfiriato, la mayoría acentuadas por el vendaval revolucionario. Era, además, una realidad con la que estaban poco o nada familiarizados por residir en el extranjero, pertenecer a círculos privilegiados política y económicamente o a ambientes ajenos y distantes, entre otras razones. Es cierto que sus afanes fueron encomiables, como el acercamiento entre regiones mediante el estudio de sus poblaciones y todo lo que estas representaban en la historia regional, así como su difusión. Sin embargo, hubo veces en que ocurrió lo contrario al punto de tergiversar la propia esencia de las tradiciones y costumbres, dando lugar a invenciones que en ocasiones eran tan variopintas como descabelladas –entre las cuales mencionaremos algunas más adelante–.

Así las cosas, el arte y la ciencia colaboraron con el Estado dentro del propio sistema que este ideó, ya que instituciones y personas fungieron como burócratas o recibieron subvenciones o prebendas para solventar los gastos tanto de programas culturales como de las creaciones individuales y colectivas, además de su promoción incluso fuera del país. Y aunque hubo cierta renuencia en algún momento, como fue el caso del grupo de literatos conocido como los Contemporáneos que insistieron en deslindarse del gobierno, la dupla poder-creación artística e intelectual persistió durante los años siguientes, e incluso tomó un nuevo impulso determinante en el sexenio de Lázaro Cárdenas en la década siguiente, pero esta es otra historia mucho más amplia que la aquí referida.

Otro movimiento artístico importante en este proceso fue el muralismo, el cual había echado raíces desde mediados de la década pasada, durante la Revolución. Algunos de sus máximos exponentes, como Diego Rivera, mantuvieron lazos sólidos con el gobierno que decía otorgarles independencia para sus creaciones, aunque la realidad fue que la versión nacionalista del pasado y presente que algunos de ellos plasmaron en sus obras estuvo influida por los códigos triunfalistas de la Revolución y otros procesos históricos anteriores, con los cuales se empezaban a marcar las percepciones de la sociedad sobre su historia y su cotidianidad.

Diego Rivera y David Alfaro Siqueiros, muy jóvenes, así como Gerardo Murillo Dr. Atl, su maestro en la Academia de San Carlos, son el ejemplo más visible de esto. Y es que “el empeño de José Vasconcelos por crear un lenguaje plástico que mostrara al mexicano las bondades y los atributos de su pasado, de su historia, lo llevó a conformar un equipo de artistas que ratificaran visualmente, en obras de gran formato, estos conceptos”.[1] Y en este “diálogo constante con el pueblo” participaron, además de los antes mencionados, otros que después se convertirían en figuras; a saber, Fermín Revueltas, Jean Charlot, Ramón Alva de la Canal, Emilio García Cahero y Fernando Leal, conocidos como el grupo de Coyoacán. Ellos, junto a Rivera, trabajaron en los muros de la Escuela Nacional Preparatoria; posteriormente se unirían José Clemente Orozco y Siqueiros.

Al paso de los años, fueron inevitables los debates y bifurcaciones sobre si se estaba expresando con vehemencia y en la dirección acertada lo que debía ser lo mexicano. Por otra parte, la influencia extranjera cobró notoriedad cada vez con mayor fuerza entre los artistas e intelectuales mexicanos, al punto de propiciar hacia 1925 una discusión que llegó a diversos espacios editoriales. En esta, fue evidente una división irreconciliable entre quienes defendían el culto por lo popular a partir de lo mexicano, del revolucionarismoheroico y bragado, y quienes apostaban por el universalismo o cosmopolitanismo, proveniente en gran medida de corrientes extranjeras. De hecho, los primeros calificaron a los segundos de inducir el afeminamiento del arte.

De este intercambio de retóricas puede advertirse la diversidad artística que desde las esferas del poder ya pesaba en nuestro país; por ejemplo, con el ascenso de la llamada novela de la Revolución o el surgimiento de una especie de caciques o burócratas culturales, como Julio Prieto (teatro y arquitectura) y Luis Sandi (programación de música en la radio) en el primer caso, o Fernando Gamboa (exposiciones en museos y curaduría) en el segundo. Y aunque al final el trabajo de estos tres personajes resultó favorable para la inercia cultural que se vivía, resultó también evidente que el poder dado por el Estado a su labor les motivó a sancionar a su medida.

Y también hay que educar al pueblo

Los esfuerzos descritos anteriormente también necesitaban llegar a la sociedad en su justa medida, así que para ello se creyó en la necesidad de educar a la población, insertándola en estos nuevos caminos de la identidad nacional que a su vez traería al progreso a sectores como el rural o el de los pobres de las ciudades. Y para esto se implementaron a partir de 1922 las misiones culturales ­–el pintor Fermín Revueltas fue parte ellas, reflejando de alguna manera la transversalidad anhelada e ideología impuesta por el régimen–, basadas en el trabajo que siglos atrás desarrollaron algunas órdenes religiosas durante los tiempos novohispanos. Fue un proyecto “oficial” de la SEP que formaba parte de la “cruzada contra la ignorancia” ideada por Vasconcelos, la cual buscaba incorporar a los indígenas y campesinos al Estado moderno y civilizado al que se aspiraba.

Desde luego que viajarían por todo el país. Entre sus tareas principales estuvieron el enseñarles español, hábitos de limpieza como bañarse, artes y sobre todo oficios propios de cada localidad. Para ello, había primero que edificar escuelas rurales en donde se necesitara, lo cual se canalizó por medio del Departamento de Educación y Cultura de la Raza Indígena, dependiente de la SEP. Unas de las consignas que más llaman la atención de este proyecto de Moisés Sanz, Vasconcelos y otros participantes como José Manuel Puig Casauranc y Ezequiel Padilla, era que había que quitarles lo indio, convertirlos en gente de razón o erradicar la renuencia de muchas de sus comunidades a integrarse al proyecto federal, lo cual en ocasiones significaba dejar sus tradiciones. En contrasentido, algunos de sus aspectos favorables que al tiempo se manifestaron, fueron que la educación se departamentalizó, la cultura local terminó por reconocerse desde su propia génesis –pese a las intervenciones políticas sucesivas– y los indígenas mostraron un carácter combativo en torno a la defensa de sus esquemas culturales, los cuales hubo que respetar. En cuanto a los maestros que acudían a las distintas regiones en calidad de misioneros, se convirtieron en agentes del intercambio cultural, por lo que su labor como transmisores se destacó sobremanera.

Como los anteriores, abundan los ejemplos, pero sería imposible aquí tratarlos. Sin embargo, en todos y cada uno encontramos el origen de la identidad que poseemos, pregonamos y difundimos en buena parte del territorio mexicano. Y si nos preguntáramos qué se logró de esta incursión por definir lo mexicano, hasta dónde llegó el consenso para integrar en una medida de arte popular las variopintas tradiciones y costumbres del territorio, o cómo ese espíritu triunfalista posrevolucionario apeló, por ejemplo, a la invención y tergiversación mientras intentaba permear o penetrar todos y cada uno de los fenómenos culturales que conforman el cuerpo social de lo nacional-popular-mexicano, puede responderse que una dimensión existencialista que evolucionó de la mano de su propia búsqueda, pero que solo de manera efímera pudo trastocar su esencia por el hecho de que la cultura es un proceso en constante evolución que transcurre a ritmos diversos en nuestro espacio geográfico.

Se trató así de un ensayo fallido y contradictorio, por un lado, y una gran herencia de esfuerzos individuales, espacios y creaciones muchas veces espectaculares que hasta hoy perduran –sean o no fieles construcciones estereotipadas–, como el muralismo, los museos o algunas indumentarias o piezas de la llamada música mexicana, como las canciones Las chiapanecas –que compusiera Juan Arozamena hacia 1924, mientras se encontraba en gira de presentaciones con la Compañía de Revistas Mexicanas–, o el traje del charro o la tehuana, pero estas también son historias para otra ocasión.

Así, tanto la cultura popular como la mexicanidad que hoy conocemos, con sus procesos mediáticos, turísticos, industriales… o la diversificación de sus líneas de creación y pensamiento, se han ido enriqueciendo a partir de experiencias nacionales y extranjeras, en sintonía siempre con el acontecer del mundo.


[1] Carlos Zurián, Fermín Revueltas. Constructor de espacios, México, RM / INBA, 2002, p. 23-24.

Marco Antonio Villa Juárez

Maestro en Historia. Editor, investigador y articulista de la revista Relatos e Historias en México.

Las opiniones expresadas en este blog son responsabilidad exclusiva de quienes las emiten y no representan necesariamente la posición de Historiografía Mexicana A. C.