FUTURO PASADO | Blog de Marco Antonio Villa Juárez
15 | julio | 2020
El origen de la cultura mexicana que “debemos” tener
México, 1920-1922
Parte 1/2
Niños Héroes, batallas resignificadas en hitos imperturbables, próceres “que nos dieron Patria”, gallardos desfiles conmemorativos, costumbres y tradiciones transformadas en suntuosas festividades, jerarcas o guerreros redimidos provenientes de nuestras culturas ancestrales, artistas plásticos y hombres de letras autoproclamados intelectuales independientes, políticos libertadores… son algunos ejemplos significativos de una percepción superlativa que la sociedad mexicana, guiada por sus clases política y artística, tuvo sobre su propio origen, sobre su propia historia, y con la que comenzó a construirse una identidad nacional que hasta hoy prevalece. Era apenas el germen de una serie de disposiciones culturales sobre lo que debía ser lo mexicano, el cual comenzó a desarrollarse —o mejor dicho a materializarse— luego de terminada “oficialmente” la Revolución tras el asesinato de Venustiano Carranza en 1920 y el posterior ascenso del general Álvaro Obregón como presidente de México.
Desde luego no se trataba de actitudes inéditas sobre los acontecimientos hasta entonces ocurridos, ni de una identidad antes inexistente. Para muestra, la entrada del Ejército Trigarante en ocasión de la Consumación de la Independencia en 1821, el surgimiento de movimientos artísticos que reivindicaban el nacionalismo en detrimento del hispanismo, los festejos del Centenario de la Independencia en 1910, o aquella primera película filmada en México en 1896, cuyo título fue El presidente de la República paseando a caballo en el bosque de Chapultepec, en la que don Porfirio era el “actor principal”. Pero quizá en ninguno se tuvo la voluntad de trascender en el inconsciente colectivo y modificar un comportamiento social masivo y a la vez integral, toda vez que aquel joven México pasó sus primeras décadas de vida asolado por guerras intestinas, invasiones extranjeras, incertidumbre política y la dispersión social no propiciaban un terreno fértil para ello. Aparte, no existían los recursos ni los medios de difusión para lograrlo.
Pero, si se preguntara qué diferenciaba a esta nueva percepción de lo que debía ser lo mexicano que comenzaba a cristalizar en aquella década de 1920, con respecto a lo vivido antes de la Revolución iniciada —también oficialmente— en 1910, puede responderse que el carácter sistemático, mediático e integral de la cultura de la que debía emanar la nueva esencia anhelada. Incluso, los mismos sectores antes excluidos, como el campesino e indígena, ahora tendrían un rol primordial como sujetos activos o pasivos; como inspiración o como universo cuyas aportaciones habrían de ser la punta de lanza de las nuevas creaciones. Fue entonces que el gobierno obregonista y las élites que orbitaban a su alrededor comenzaron a edificar los cimientos de una nueva cultura a la que además ponderaban como un proyecto de nación que debía incorporar el nacionalismo triunfante, la apuesta por el desarrollo industrial que conduciría a la nación a una futura prosperidad y progreso, y por último “la esperanza por lograr la justicia social gracias a la Revolución mexicana hecha gobierno”.[1]
En lo sucesivo, el objeto de ese deseo fue la cultura popular mexicana, entendida como el conjunto de creencias, actitudes y formas de vida más o menos comunes a la que la mayoría de las personas de una comunidad, entidad o país pertenece. Por otra parte, se presentó también la necesidad de ordenarlas, jerarquizarlas, clasificarlas… y tanto las citadas élites como el gobierno por medio de sus instituciones —principalmente la Secretaría de Educación Pública (SEP) a cargo del educador y filósofo oaxaqueño José Vasconcelos—, así como otras comisiones creadas exprofeso, mediaron para decidir qué sí y qué no debía formar parte de la nueva cultura que debía expresar la mexicanidad de ese tiempo presente, pero con proyección al futuro.
Esta mexicanidad era también la idónea para el perfil de identidad que se necesitaba apuntalar en el Estado posrevolucionario. Desde luego que los gobiernos estatales, unos más obligados que otros, tendrían que buscar la manera de integrarse, generalmente conducidos por la administración federal, algo a lo que estaban poco o nada acostumbrados, y algunos más renuentes. De cualquier manera, lo harían conforme a sus intereses o necesidades de ocasión. Esto derivó en la conformación de representaciones que, aunque diversas y hasta antagónicas en su manera de ver lo popular en cada una de las entidades, compartían una visión del mundo y de la vida en el país que, dada su diversidad, habría que mantener diseccionado para intentar interpretar, resignificar y hasta reinventar el cúmulo de expresiones que, a fin de cuentas, eran hasta entonces ajenas a todo eso que buscaban legitimar por medio del discurso oficial, ese con el que sancionarían lo que valía o lo que no, lo era útil o no para determinado fin.
En educación, arte, tradiciones, hábitos y más, este discurso oficial dictaría lo que vale como principio cultural, para lo cual el Estado connotaba sus registros desde el deber ser, a la vez que desarrollaba una suerte de autoridad moral que sancionaría socialmente, en función de lo que estaba en boga y era parte del ideario nacionalista. Por ejemplo, el Estado quiso convertirse en controlador y protector del arte mientras pregonaba su compromiso con el pueblo. Entonces llegaron las fieles reproducciones nacionalistas de las costumbres y tradiciones, así como el amor al territorio, los símbolos y próceres, entre otras formas mexicanas que debían desplazarse a las manifestaciones artísticas, sea música, cine, escultura, pintura de gran formato (muralismo) y más. En resumen, el fin último era mostrar qué y cómo queríamos ser. Esto, por añadidura, generó querellas y, de cierto modo, terminó por inducir una cultura oficialista excluyente y fragmentada, pese a que postula lo contrario.
Qué hacer con lo popular
Quizá el primer ejemplo más importante de lo anterior fue la celebración del centenario de la consumación de la independencia (1921), cuya realización surgió de la idea de realizar un baile que honrara a Agustín de Iturbide, propuesta por José de Jesús Núñez y Domínguez, director del periódico Excélsior, y secundada por Félix Palavicini, su homólogo en El Universal. La planeación corrió a cargo de la Secretaria de Relaciones Exteriores dirigida por Alberto J. Pani, pues se pensó que el acto contribuiría a mejorar la imagen de México ante el mundo. También fue una prioridad que amplios sectores de la población capitalina, sin distinguir entre clases sociales participara, como ocurrió en los festejos del Centenario de la Independencia once años antes.
Así, se celebraron entre el 15 y el 28 de septiembre de aquel año desfiles, bailes, quermeses, inauguraciones de escuelas que además se llamarían “Centenario”, torneos deportivos como un campeonato de golf, conferencias, funciones gratuitas de cine, jaripeos, concursos de chinas y charros, un paseo en auto para los niños pobres así como una concurrida merienda para ellos también, una fiesta “para las criadas de la barriada” organizada y así anunciada por El Universal… y por supuesto no podía faltar el acto solemne del día inaugural en el que el general y presidente Obregón fuera el protagonista al salir de Palacio Nacional al tiempo que ocho cañones “rompieron fuego en la plaza de la Ciudadela”.[2]
En cuanto a la cultura popular, se consignaron dos tipos de celebraciones que demuestran la invención de estas: un repertorio de música popular mexicana interpretado por la Orquesta Típica del Centenario durante el banquete para los diplomáticos celebrado en el Teatro Lirio y una noche mexicana celebrada en el Bosque de Chapultepec hacia el final de los festejos, en la que los asistentes atestiguaron fuegos artificiales y bailes típicos regionales, como un jarabe tapatío preparado por el pintor Adolfo Best Maugard y el compositor musical Manuel Castro Padilla,[3] e interpretado por trescientas parejas. A propósito de este último acto, fue la primera vez que se bailó el “jarabe oficial”, ya con una forma teatral definida que incluso se enseñaba junto con otras danzas típicas en escuelas públicas federales.[4] En suma, se trataba de elementos artísticos y costumbres que en adelante adquirirían un carácter oficialista y se convertirían en reconocidos y aceptados objetos de consumo, iniciando así también la mercantilización de lo mexicano.
Si bien el ejemplo citado en los párrafos anteriores reunió varios elementos, también hubo esfuerzos específicos que correspondieron a una sola línea artística, política o institucional con su propia variante de consumo para los turistas, en la que además se comenzaron a cincelar los estereotipos que hasta hoy sirven como parámetro inicial; a saber, la coronación de la joven María Bibiana Uribe como el rostro más bello de México, en un concurso convocado en enero de 1821 por El Universal, que buscaba enaltecer la belleza autóctona. De esta celebración es importante señalar la retórica del discurso en torno a lo indígena por dos situaciones: el veredicto del antropólogo Manuel Gamio con el cual se explicaba por qué Bibiana ganaba, y la descripción de la reseña periodística publicada en el mismo diario en el verano de este año: “Descendiendo de sus montañas, dejando atrás el jacal en que ella vivía tan apartada del mundo y de sus lisonjas, La India Bonita ha venido, sonriente, tímida, sin sospechar que aquí le aguardaba el trocarse en heroína de un día, en personaje de actualidad palpitante, en princesa de ensueño cuyos ojos de obsidiana serán interrogados por todo un pueblo, ansioso de hallar en ella el halago de ancestral hermosura que brindó mágico hechizo a los ferrados paladines que pasaron con Cortés a tierras de Anáhuac”.[5] Por supuesto era una percepción que pese a expresar una connotada descripción digna de un literato, no dejaba de ser artificiosa, inventada.
Otro de estos casos fue la publicación, también en 1921, de la obra –o más bien catálogo— intitulada Las artes populares de México, creación del futuro célebre pintor Gerardo Murillo, Dr. Atl, que apenas unos años antes, hacia 1914, servía a los intereses carrancistas como orador en los mítines obreros en los que aquéllos intentaban satisfacer las demandas de la comunidad de la Casa del Obrero Mundial,[6] lo que bien podría reflejar la cercanía de personajes de esta élite artística con los círculos cercanos al poder, el cual puede considerarse un aspecto inherente a su intención de trazar el nuevo mapa cultural que idealizaban.
Continuará.