FUTURO PASADO | Blog de Marco Antonio Villa Juárez
8 | septiembre | 2020

El largo sueño de un magno monumento a la Independencia nacional

A pie, en bicicleta o en cualquier otro medio de transporte, cuando uno recorre con luz de día la avenida Paseo de la Reforma es probable que en el algún momento su mirada se encuentre con esa monumental efigie broncínea que arrebata un pedazo a la inmensidad del cielo con su estilizada figura. Erigida a más de cincuenta metros y coronando una gruesa columna, la victoria alada, conocida popularmente como el Ángel, fue llamada a ser, desde su planeación, parte del monumento más emblemático de Ciudad de México e incluso del país, y también un referente de la identidad de los mexicanos.

Sabido es que el artífice de la obra es el arquitecto Antonio Rivas Mercado. También que la figura femenina que a punto está de emprender el vuelo resultó de las diestras manos del escultor italiano Enrico Alciati, quien también se ocupó del conjunto escultórico compuesto por figuras de mármol y bronce que posan en la parte inferior, sobre el basamento. El Oso, como llamaban a don Antonio desde sus años de juventud, trabajó en ella por casi una década, toda vez que en 1900 la Secretaría de Comunicaciones y Obras Públicas le encomendó el proyecto que honraría el inicio de la gesta independentista y que sería inaugurada la mañana del 16 de septiembre de 1910, durante las Fiestas del Centenario.

Pero Rivas Mercado no fue el primero en presentar un proyecto de monumento que evocara el proceso histórico más importante –por ser el que había originado la emancipación de la nación mexicana– hasta entonces acontecido. Tanto en el Porfiriato como en las décadas anteriores, las intenciones de los gobiernos sobre este asunto prevalecían, como también la idea, en la mayoría de ellos, de que Miguel Hidalgo fuera su figura central y la que estuviera en el lugar más encumbrado entre los próceres.

Baste recordar, por ejemplo, el concurso convocado hacia 1843, durante la presidencia de Santa Anna, en el que representantes de la Academia de San Carlos calificarían los doce proyectos presentados, alcanzando el máximo honor en el pódium el arquitecto francés Enrique Griffon, seguido de Lorenzo de la Hidalga (quien terminó ocupándose de su realización) y Vicente Casarín. Pese a que se colocó la primera piedra, incluso su zócalo, no se culminó. Sin embargo, era este el paso más sólido hacia la consecución de esta obra conmemorativa hasta entonces dado.

Con respecto al cura de Dolores, en distintas partes de la República como Chihuahua, Guanajuato, Michoacán, Estado de México o Hidalgo, se erigieron estatuas para honrarlo, como aquella de 1819 levantada cerca de su tierra natal ­–no se sabe el sitio exacto–, o el proyecto encontrado en 1811 en Valladolid durante un cateo a la casa del capitán José María García Obeso a manos de los realistas y que por cierto era semejante al de la estatua de Carlos IV que Tolsá esculpió para adornar la capital del país… pero esas son historias para otra ocasión.

Durante los gobiernos de Benito Juárez y Maximiliano de Habsburgo hubo también esfuerzos y concursos. El primero en Dolores Hidalgo, el segundo en la Plaza Mayor de la capital del país, hoy Zócalo. 1863 y 1864, respectivamente. Carlota incluso colocó la primera piedra el 16 de septiembre de este último año. Luego, durante el Porfiriato y cada vez más cerca del centenario del inicio de la lucha insurgente, mucha certeza había en que se requería concretar y materializar un monumento a la independencia y la idea de que Hidalgo seguía siendo la figura por destacar estaba por demás arraigada.

Así las cosas, el 23 de agosto de 1877 el general Porfirio Díaz dispuso que debía levantarse un monumento en memoria de “nuestra emancipación política”. Y también a sus héroes. El arquitecto Ramón Rodríguez Arangoiti –otro de los Niños Héroes olvidados– presentó el proyecto que habría de ser aprobado para tal efecto. Pero, con todo y que al año siguiente firmó el contrato con el general Vicente Riva Palacio, secretario de Fomento, y Julián Gutiérrez, ya no se materializó.

La década siguiente traería un nuevo esfuerzo cuando el 20 de enero de 1886, el general Carlos Pacheco, que ahora ocupaba el cargo que Riva Palacio tenía cuando firmó Arangoiti, lanzó una convocatoria para la edificación de un monumento a la independencia, al “inmortal Hidalgo y a los demás caudillos que se distinguieron en la guerra de insurrección y conquista de la Independencia de nuestra patria, por sus virtudes cívicas y acendrado patriotismo”. Entre la serie de cláusulas dispuestas en el decreto se mencionaba que ocuparía la tercera glorieta de Reforma, que sería circular y con un diámetro de 120 metros, y que luciría los mejores mármoles del país y dos o cuatro fuentes.

El plazo para la entrega de proyectos era en agosto, pero tuvo que extenderse hasta el 31 de diciembre, de manera que la selección comenzaría en los albores del año siguiente.[1] La razón fue, probablemente, que no se tenían propuestas, no las suficientes o no las del gusto del responsable o responsables de evaluarlos. De los siete presentados, finalmente resultó ganador el proyecto que llevaba por lema “Libertad, don del cielo, remedio de todos los males”, de los arquitectos Clauss y Schulze de Washington, pero el gobierno decidió no llevarlo a cabo; se cree que porque no gustó al mandatario oaxaqueño, pero cierto es también que influyeron otras razones y convenios.[2]

El proyecto encantó al comité, que lo consideró sencillo, sobrio y elegante. Majestuoso. También propuso una sola fuente en vez de las dos o cuatro. Tendría un pararrayos interior que lo protegía de rayos y relámpagos. En cuanto a las obras escultóricas, destacaban las de bronce dorado al galvanismo, proceso en boga en aquella época con el cual se colocaba el oro fundido en una superficie metálica que antes se pulía. Sin embargo, con su espectacularidad, arte e innovaciones era más caro de lo contemplado: los norteamericanos lo cifraban en 460,900 pesos, por sobre los 300,000 señalados en la convocatoria.

Clauss y Schulze modificaron su proyecto con base a las recomendaciones del comité de evaluación, pero luego renunciaron a dirigir su levantamiento. Por esos días firmaron también un contrato en el que cedían al gobierno porfirista “los dibujos, modelos y el plano general, así como la memoria descriptiva para la construcción y todos los documentos relativos al mismo, mediante el pago de 18,000 pesos. De esta manera la obra podía ser dirigida por cualquier otro arquitecto a quien se confiara su ejecución”.[3] De esta manera, los arquitectos vendieron su trabajo a las autoridades y cobraron una cuantiosa suma. Para México, significaba un esfuerzo postergado más.

Un proyecto no concluido más tendría lugar antes del definitivo del nayarita Rivas Mercado. Gestaría en la mente de César Orsini, contratado por el gobierno mexicano en 1891 para emprender la obra, específicamente por la Secretaría de Comunicaciones y Obras Públicas, entonces de reciente creación. Esta vez no hubo concurso de por medio, lo que no pasó desapercibido por la crítica contra el régimen y también por algunos sectores artísticos y culturales que mostraron su desacuerdo y reclamaron “que ignorara tanto a los escultores y arquitectos nacionales como a la Academia de San Carlos”.

La nueva dependencia, que tenía a su cargo las obras que embellecerían el otrora Paseo de la Emperatriz, Paseo Nuevo y Paseo Degollado, recurría así a este exdiputado del parlamento italiano y comerciante en objetos de arte, cuyo monumento a la Independencia tendría una altura de 33 metros y el lugar de honor lo ocuparía Hidalgo, esculpido en Roma y fundido en bronce. Estaría acompañado por Aldama, Ignacio Allende, Mariano Abasolo, la corregidora queretana Josefa Ortiz de Domínguez, Ignacio López Rayón y su madre, la señora Rafaela López Aguado, Morelos, Vicente Guerrero, Guadalupe Victoria, Matamoros, Mina y Nicolás Bravo. Es decir, en su monumento, había lugar para varios de los insurgentes más reconocidos.

Pero las cosas no fueron más allá de la llegada al país, en 1893, de algunas esculturas de los héroes realizadas en el Viejo Continente, luego arrumbadas en la antigua Aduana de Santo Domingo, hasta que en 1901 se regalaron a los gobiernos de Guanajuato y Oaxaca. Orsini, por su parte, recibió tres mil pesos como indemnización. Todavía después, en 1899, se quiso emprender otro concurso, pero ya no cobró forma. También Porfirio Díaz hijo y Francisco Durini, ambos ingenieros, presentaron su monumental Apoteosis de la Independencia, pero no se concretó.

Llegó finalmente el turno para don Antonio Rivas Mercado. Sin una convocatoria promulgada por el gobierno, ni concurso calificado por expertos maestros, comenzó su labor. El Ángel muy pronto miraría la ciudad que lo vio nacer. Al paso de las décadas, afianzaría su lugar como el máximo exponente de la nación en cuanto a monumentos se refiere.


[1] Carlos Martínez Assad, La Patria en el Paseo de la Reforma, México, FCE-UNAM, p. 58-75.
[2] Secretaria de Estado y del Despacho de Gobernación, Monumento a la Independencia, México, Compañía Editora Nacional, 1910.
[3] Alicia Sánchez Mejorada de Gil, La Columna de la Independencia, México, Jilguero, 1990, p. 22-30.

Marco Antonio Villa Juárez

Maestro en Historia. Editor, investigador y articulista de la revista Relatos e Historias en México.

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