FUTURO PASADO | Blog de Marco Antonio Villa Juárez
14 | octubre | 2021

¿Capital literario en tiempos revolucionarios?

Artífices de la industria literaria en el México de la primera mitad del siglo XX

El México que llegó al siglo XX era un país con una población en la que el analfabetismo se presentaba en un alto porcentaje. Además del ámbito de estudio, la lectura se reducía por lo general al uso político, social e informativo a través de cientos de publicaciones regionales, estatales y federales, algunas efímeras y otras no tanto, en las que se daba noticia de lo acontecido en el territorio a través del periodismo, a favor o en contra del régimen. Periódicos, revistas, fanzines, manuales, entre otros impresos de publicación periódica, trabajados genuinamente desde las mentes y sedes de editores e impresores consagrados como Ireneo Paz, Ignacio Cumplido, José Mariano Fernández de Lara y hasta Manuel Manilla o José Guadalupe Posada, circulaban entre los ciudadanos interesados en su lectura.

Pero en cuestión de literatura, muy poco era lo que había. Menos si no convenía a los intereses del régimen porfirista. Las novelas que se conocían, solían editarlas y publicarlas en tirajes reducidos y llegaban a públicos poco numerosos. Otras veces, en esos primeros años del siglo pasado, veían la luz ediciones o colecciones especiales, encargadas por una institución o gobierno para conmemorar algún acontecimiento o cumplir algún objetivo, como fue el caso de Crónica oficial de las Fiestas del Primer Centenario de la Independencia de México, del erudito y coleccionista Genaro García, publicada en 1911; los dos volúmenes de la Antología del centenario. Estudio documentado de la literatura mexicana durante el primer siglo de independencia, de 1910, compilada por Justo Sierra, Luis G. Urbina, Pedro Henríquez Ureña y Nicolás Rangel, o Mujeres notables mexicanas, escrita por Laureana Wrigth de Kleinhans, pionera en el estudio de las mujeres mexicanas. Por cierto, esta última obra fue promovida por Carmen Romero Rubio, esposa de don Porfirio.

Imaginar el periodo en el que emergieron las tres obras antes citadas, cuya pretensión fue proyectar al país en el escenario internacional, así como el contexto en el que se difundieron por lo menos en la capital del país, donde fueron impresas, da para pensar que quizá tuvieron una circulación complicada ante las crisis política, económica y social que asolaban al país, además del estallido revolucionario de 1910 que incluso se recrudeció en los siguientes años, la Primera Guerra Mundial (1914-1918) y la invasión norteamericana a Veracruz (1914). Por eso, abocarse de lleno a la empresa literaria era una tarea mayúscula, pero no imposible en la mente de sus pioneros: José Vasconcelos, Julio Torri, Henríquez Ureña, Alfonso Reyes y otros intelectuales emanados del Ateneo.

De algunos, la experiencia en dicho sector era prácticamente nula. De hecho, varios de ellos encontraron en las limitaciones un germen para comenzar a trabajar en el capital literario que creían necesario en la misma década revolucionaria. Cabe decir que en ese momento ya había escuelas y público que demandaba su lectura, obligados o no. También que algunos lectores solían comprar sus ediciones bajo pedido y preferentemente en las lenguas originarias, predominando las francesas, italianas, alemanas e inglesas. Sin embargo, no existía una producción que abasteciera la incipiente demanda del público mexicano interesado, por muy corta que fuera, ni que abriera un nuevo mercado que poco a poco ganara adeptos. A este respecto, cuenta la doctora Freja Cervantes en su conferencia “Panorama de la edición de literatura en México. Primera mitad del siglo XX” que, en una carta de 1914, Henríquez Ureña le expresaba a su amigo Alfonso Reyes en Madrid, la percepción editorial e intelectual que se vivía en el mundo hispánico:

“Creo en el espesor del intelecto español y en que nosotros estamos, los pocos que somos en América, es decir, las doscientas gentes que en cada país nuestro han leído más de trescientos libros, siglos adelante de ellos. Pero somos poquísimos, no tenemos la resistencia española para el trabajo y no tenemos […] casas editoriales que nos hagan vivir literariamente. Sin casas editoriales no se pueden escribir novelas, y las novelas, son el sesenta por ciento de la literatura moderna. No tenemos más que el veinte por ciento literario, que puede vivir sin editores ni empresarios. Los versos y disertaciones estéticas o críticas, amén de los volúmenes de historia, que en todas partes exigen ayuda del gobierno o de las instituciones y universidades”.

Intereses culturales y emprendimientos editoriales comenzaban a fincar un horizonte más claro en los propios años armados. Más comercial que institucional. Apartarse de los intereses de gobierno y de las gestiones solo de autores, quienes solo podían ver publicadas sus letras si contaban con el capital para garantizar su impresión con algún agente que los acercara a un taller nacional o sello extranjero, como ocurrió con los radicados en Leipzig, París, Berlín, Ámsterdam, Londres, Nueva York o Barcelona. Incluso, los autores mexicanos aspiraban a ser conocidos en estas capitales del libro y la cultura, así fuera con tirajes reducidos. Algunos ejemplos destacados fueron Horas de estudio, de Henríquez Ureña, y Cuestiones estéticas, de Alfonso Reyes, publicados en 1910 y 1911, respectivamente.

En la segunda década del siglo pasado surgieron también proyectos editoriales con cierta autonomía intelectual, así como casas editoras que comenzaban a organizar sus catálogos. Las prácticas editoriales del siglo XIX se mezclaban ahora con las nuevas tendencias. Los impresos periódicos y algunas ediciones de bolsillo compartían públicos con antologías, compilaciones y en menor medida novelas y obras independientes. El volumen del capital literario nacional aumentaba. A fin de cuentas, habría que preservarlo, difundirlo y valorarlo, pues era un momento en el que emergían las grandes intenciones de forjar una identidad sobre lo que habría de ser lo mexicano; la literatura, y en general la cultura, tendrían un papel preponderante.

Aunque todavía era poca la potencial población que podía adquirir libros y desde luego leerlos, había quienes se iniciaba en la apreciación literaria, en parte impulsada desde los nacientes sellos editoriales. Para ellos hubo una producción de notables antologías y compilaciones. Porrúa lanzó, por ejemplo, su colección de cuadernillos coleccionables titulada Parnaso de México. Antología general de poetas mexicanos, editada por Enrique Fernández Granados, la cual dejó de aparecer en 1920. Otras que destacaron, fueron Las cien mejores poesías líricas mexicanas, de Antonio Castro Leal, Alberto Vázquez del Mercado y Manuel Toussaint y Ritter, publicada en 1914 por Porrúa, y Poetas nuevos de México, de 1916, de Genaro Estrada, elaborada a la usanza francesa y dirigida a un público europeo. En cuanto a casas editoriales, puede mencionarse la Librería de Porrúa Hermanos, fundada en 1910, y Maucci Hermanos, que cobrara notoriedad con sus parnasos, unas prestigiosas ediciones rústicas impresas en sus talleres de Barcelona, las cuales compilaban contenidos de diversos países hispanos.

Otra serie que recibió gran aceptación en la década armada fue la colección “Cvltvra. Selección de buenos autores antiguos y modernos”. Dirigida por Agustín Loera y Chávez, Julio Torri y José Gorostiza, fue publicada de 1916 a 1923. Fue una serie antológica que promovió el coleccionismo y fue semilla de la editorial México Moderno que Rafael Loera y Chávez adquirió después para fundar la editorial Cultura. Hizo un catálogo de 87 títulos, producidos en formato rústico. Se publicaban cada quince días y sus editores, que los llamaron cuadernillos o revistas, compilaron textos de jóvenes modernistas y ateneístas, así como de integrantes de la Generación de 1915 y de la de los Contemporáneos, quienes además aprendieron de las tareas editoriales, creando un espacio simbólico para el intercambio intelectual. Hay que destacar también que los editores quisieron combatir lo que calificaban como la mala literatura (nota roja, género policiaco) con buenos libros.

También hubo colaboradores que editaron memorables trabajos, como la Antigua literatura indígena mexicana de 1917, antología que en sus preliminares expone: “estudio y arreglo de Luis Castillo Ledón; traducción del náhuatl al español de Mariano Jacobo Rojas”. Otros ofrecieron su obra inédita, como Alfonso Reyes con Cantares de Madrid, de 1917, y José Vasconcelos con El monismo estético, de 1918. También se incluyeron obras de autores desconocidos y algunas más inéditas, como La linterna sorda de Jules Renard, con traducción y estudio de Genaro Estrada, publicada en 1920. Llegaron por primera vez a México las obras de Oscar Wilde, Marcel Schwob, Bernard Shaw y Anatole France, en versiones de Rafael Cravioto, el propio Genaro Estrada, Enrique González Martínez, Pedro Requena, Rafael Cabrera, Efrén Rebolledo y otros.

En los anteriores casos, puede pensarse en lo que el arduo trabajo paratextual implicó y en el cual se estaban forjando los más jóvenes, con la guía de sus mentores. Traducciones, selección de notas, prólogos, varios tipos de índices, notas preliminares, epígrafes, bibliografía comentada y más fueron esos complementos que revelaron la calidad de sus creadores, que en algunos casos evidenció un sobresaliente manejo del lenguaje literario o el pensamiento crítico, como ocurrió con Manuel Romero de Terreros y Artemio de Valle Arizpe, quienes participaron con los prólogos, selección y notas de Torneos, mascaradas y fiestas reales en la Nueva España y La gran ciudad de México Tenochtitlan, respectivamente. Ambas publicadas en 1918. En suma, todo ello abonaba a la difusión literaria, al auge de la apreciación literaria de los diversos públicos y al desarrollo de una industria con sus actores involucrados que cada vez se mostraban más avezados en sus áreas de especialización. De hecho, después llegaría la profesionalización, pero eso es una historia que transcurrió hasta la siguiente década.

Y no puede perderse de vista que todo ello ocurría en tiempos de revolución, proceso histórico que fue también acogido por la vena literaria de los noveles emprendedores de la industria editorial. Así lo prueba el Florilegio de poetas revolucionarios, antología aparecida en 1916, editada por Juan B. Delgado, con prólogo de Antonio Velázquez López. Laura Méndez de Cuenca, Cecilia Zadí y José Santos Chocano figuraban entre los autores de las composiciones poéticas reunidas. Hay que decir que esta era una publicación de la Secretaría de Gobernación, que así promovía materiales de interés comercial y cultural, a pesar de los tiempos. Incluso, el gobierno anunciaba un programa de la literatura posterior a una revolución que aún no terminaba, pero que tenía la intención de reivindicar la lucha. Eran los tiempos de Carranza como encargado del Ejecutivo. Gabriel Botas publicó en 1916 la obra Las miserias de México, de Heriberto Frías, quien era considerado precursor de la narrativa revolucionaria tras publicar la novela Tomóchic, publicada por entregas en El Demócrata de 1893 a 1895.

La década de 1920 vería la consolidación de muchas de las anteriores empresas, la desaparición de otras, el desarrollo y crecimiento de esa cultura gráfica e iconográfica que complementó las letras, así como el surgimiento de las ferias del libro y otros eventos. Pero esa historia se las cuento en la próxima entrega.


Marco Antonio Villa Juárez

Maestro en Historia. Editor, investigador y articulista de la revista Relatos e Historias en México.

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