FUTURO PASADO | Blog de Marco Antonio Villa Juárez
30 | julio | 2020
Al límite de la locura
Carlota de Bélgica y su paso por México
La bandera mexicana ondeaba estoica en el mástil de aquella embarcación que se aproximaba al fuerte de San Juan de Ulúa. Era 28 de mayo de 1864, después de mediodía. Bajo el fulgurante sol de primavera y abrazados por un suavísimo viento que rizaba discretamente las olas, políticos, navieros, militares y curiosos vieron anclar en el litoral veracruzano a la fragata Novara, de cuya quilla descendieron Maximiliano y Carlota, acompañados de un numeroso séquito de nobles y miembros que integraban su comitiva.
Era ese el instante que ponía punto final a la larga travesía que iniciara el 14 de abril pasado en el castillo de Miramar, en la ciudad de Trieste, ubicada a la vera del mar Adriático. Aquí proclamado Maximiliano I en fastuosa ceremonia en Ciudad de México, él venía a ocupar el trono del Segundo Imperio Mexicano –ofrecido desde septiembre de 1861 por un grupo de políticos mexicanos–; ella, el de una joven emperatriz que en muy pocos días cumpliría veinticuatro años.
Pero la residencia de los emperadores en México, que quizá comenzaba alentadora si se le juzga a partir de esta estampa, fue opuesta a su despedida frente al castillo de Miramar, donde, según escribió la condesa austriaca e integrante de su comitiva Paula Kolonitz, el joven archiduque Maximiliano “era un príncipe al que el pueblo amaba grandemente. Trieste le debía mucho. Y fue con dolor y grave aprensión que lo vio partir para correr al encuentro de un futuro peligroso e incierto”.
Agregaba: “Diez mil firmas atestaban el afecto que se tenía por su persona y que le deseaban felicidad acompañándolo más allá de los mares, en su nueva patria, en su difícil misión. El emperador prorrumpió en lágrimas cuando el corregidor […] le aseguró con afectuosas y cálidas palabras la tristeza general, el interés popular. El momento era tan solemne y tan imponente, que todos estaban conmovidos. Casi no hubo ojos que permanecieran secos”.[1]
Y en esta estancia de casi tres años, la emperatriz mexicana –también princesa de Sajonia-Coburgo Gotha y prima de la reina Victoria de Inglaterra– desarrolló una profunda inestabilidad, producto de las más disímiles situaciones: los amoríos extramaritales propios y ajenos; la guerra entre Francia y Prusia que orilló a Napoleón III a olvidarse de su odisea imperial en México y retirar por completo su apoyo a Maximiliano; enfermedades que tal vez rozaron en la hipocondría; las pesadas semanas en soledad, a la sombra de una fría relación conyugal que incluyó matices irreconciliables, entre otras razones.
Mucho de lo anterior y de la inminente locura que desde su estancia en México trepidó su razón y temperamento, quedaron registrados en testimonios, sobre todo epistolares, escritos por la propia mano de Carlota. Las cartas, en distintas épocas reveladas, han mostrado no solo el ambiente económico, cultural y político de la época, sino los sufrimientos, intenciones, trayectos, extravagancias, enojos, desolaciones y demás emociones de la joven emperatriz que, aseguran, volvió a Europa con un grado avanzado de locura, específicamente una “esquizofrenia con perfiles paranoicos y catatónicos”,[2] misma que padecería en su longeva vida y que la mantendría recluida por décadas.
Para quien esto escribe, uno de los más sorprendentes –y que presume de inédito– es el libro del príncipe Miguel de Grecia, publicado originalmente en francés apenas en 1998, bajo el título L’imperatrice del adeux (La emperatriz del adiós). En este, es posible entrever cómo las incomodidades comenzaron durante su primer verano en México. “Ayer y hoy he pasado unas horas en la cama; tengo cólicos y probablemente diarrea […] Espero que dentro de unos días se me haya pasado […] No estoy en mi estado normal, pues me siento triste, ociosa e inútil”, le escribe a Maximiliano I luego de que este marchara al Bajío.
La joven princesa vivió sus últimos años en México viendo caer al imperio y padeciendo su trepidante desquicio. Sabido es que en la víspera de tal ocaso volvió a Europa en julio de 1866 para interceder por su marido ante Napoleón III, pero fracasó. Luego viajó a Roma para hacer lo propio con Pío Nono. A la Santa Sede llegó asustada, hambrienta y con un notorio delirio de persecución; pensaba que alguien quería envenenarla. Al verse frente al papa, cuenta la tradición, se quemó las manos con el chocolate que este le ofreció. Tras la reunión y negándose a salir del recinto, obtuvo la anuencia del pontífice para pasar la noche en la biblioteca vaticana.
Huérfana de madre y que heredara de su padre “el gusto por el poder, la ambición y la voluntad”, según relata el príncipe helénico, la princesa Carlota no abandonó del todo estas facetas. En una carta que aparentemente escribió después de su paso por México, ya con la demencia avanzada, solicita ser nombrada general –o generala– de División, y también, en otra de ellas, que su hermano se haga papa. Nada de esto pasó, pero los guiños con el poder político y religioso permanecían latentes. En cuanto a los temas amoroso y sexual, plasmó en sus cartas diversos relatos que rayaban en “fantasías amorosas, eróticas y sadomasoquistas”.[3]
Ya lejos de México y con su marido asesinado, se han contabilizado que escribió en 1869 más de doscientas cartas –sin que se tenga certeza de que fueran enviadas, aunque por su atemporalidad no llegaron a destino– al francés Charles Joseph Loysel, jefe del gabinete militar de Maximiliano cuando la pareja residió en México. “Creo haber hecho saber que el amor que le manifiesto es hasta la muerte, y que es tan grande como el vuestro por mí, y sé muy bien que tanto en vos como en mí se da en grado superlativo”, les escribió en una de ellas. Desde luego que el tono en ellas fue diverso, como cuando le señala que la pareja imperial y él son “la Trinidad de los Mesías”. De igual forma decide llamarse Carlos y retar a duelo a Loysel.
Los testimonios masoquistas también están presentes. Ese mismo 1869, le escribe: “Vos venís con dos grandes fustas del mismo tamaño. Os quitáis los pantalones y yo os azoto con una de ellas. A continuación, os ponéis de nuevo la ropa, yo me quito las enaguas y el pantalón, me ato la camisa por encima de la cintura y vos me pegáis diez minutos, igual que lo he hecho yo”. Precisa en seguida que se azotarán directamente sobre la piel, y después continúa: “Me azotó como los caballos, más fuerte incluso, en los muslos desnudos, me gusta en grado sumo, es un verdadero goce que he descubierto […] Me entran unas ganas locas de ser azotada”. Al paso de los años, la locura fue cada vez más flagrante, con incontables momentos de profundas crisis.
Según el príncipe griego, en algunos de estos episodios “se pone violenta y rompe libros, rasga con los dientes sus enaguas y otras prendas y hace añicos todo lo que cae en sus manos. Un día, está tocando el piano y se detiene para destrozar la partitura, tras lo cual termina de ejecutar la pieza sin cometer ningún error. Con el paso del tiempo, Marie Moreau, su fiel dama de honor, advierte con tristeza ‘una tendencia a la maldad que fermenta a la menor ocasión’. Con frecuencia, en la mesa, los comensales son golpeados, abofeteados o arañados por la emperatriz, que también se agrede a si misma golpeándose la cabeza o arrancándose mechones de cabello. Luego se calma, se apodera del cucharón de plata sumergido en la sopera, lo coge entre sus brazos y lo acuna como si fuera un bebé”.
La princesa Carlota murió el 29 de enero de 1927, en pleno periodo entreguerras en Europa, a los 86 años de edad. Más de la mitad de su vida padeció su locura y por lo tanto tuvo que vivir confinada, pese a seguir cobijada por los lujos propios de su estatus político y social. Y si bien es cierto que la literatura en torno a su figura es abundante, sirvan estas referencias para imaginar y reconstruir algunos pasajes de quien fuera la última emperatriz de México entre los años 1864 y 1867, durante la breve vida del Segundo Imperio.